I. Polvo eres...

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... Acababa de abandonar la cama y tras mirar la silueta de Mary, que aún estaba acurrucada entre las sábanas, eché un vistazo por la ventana. La mañana de ese viernes 23 de diciembre de 1893 era más fría de lo normal. Las nevadas y el fango tenían a su merced las calles de Londres. Después de tallar mis ojos y bostezar un par de veces recordé por qué ese fin de semana me sentía tan cansado. Cuatro cirugías, una epidemia de gripe y dos decesos por tuberculosis. Además de la consulta acostumbrada. No me atreví a pensar más sobre los días anteriores ya que tenía la seguridad de que me quedaría dormido de pie. Así que me vestí casi sin darme cuenta. La somnolencia aún estaba presente cuando me senté a la mesa con mi esposa. Tras unos cuantos sorbos de un aromático café, una apacible conversación y la lectura del Strand, comencé a despertar por completo y a sentirme mejor. Milagrosamente ese día el dolor de mi vieja herida era soportable. Casi no tenía la necesidad de apoyarme en el bastón. Era hora de partir. Besé a mi mujer. Ella, con esa sonrisa dulce de siempre, acomodó mi bufanda y sombrero. Me puse el abrigo y totalmente resignado pedí el coche para dirigirme al consultorio.

Por las calles me encontré con el paisaje tradicional de los inviernos londinenses. Carruajes atascados, incesante humo negro saliendo de las chimeneas, transeúntes yendo de un lado a otro, venta de castañas, voceadores de periódicos, voluntarios agitando botes para conseguir algunos peniques para las navidades y chicos correteando por las aceras. Probablemente estaban cumpliendo alguna misión como los ojos y oídos extras del asesor del Yard. "¿Los irregulares de Baker  street? ¿Sería posible?" Pensé, mas mi desilusión fue inmediata al no reconocer a ninguno de ellos. Mi vida había tomado un rumbo muy distinto a la de mi viejo amigo. Había pasado un año sin que me diera la oportunidad de dar una vuelta por mis antiguas habitaciones. ¿Qué me estaba perdiendo de ese mundo lleno de misterios y aventuras? Echaba de menos las conversaciones y discusiones. Me moría por escuchar las furiosas y a veces distantes interpretaciones en su Stradivarius de las obras de Mozart, Bach, Beethoven, Mendelssohn; claro, todas ellas tocadas magistralmente para después diluirse en tonos inéditos, complejos, que reflejaban los procesos mentales del cerebro más lúcido de nuestra época. Como médico, jamás podré explicar con certeza qué hacía que sus habilidades fueran excepcionales. ¿De dónde surgía esa flama de genialidad? El afirmaba que todo era un asunto científico-lógico y en ocasiones se disgustaba cuando le insinuaba que simplemente hacía conjeturas. "Yo nunca hago suposiciones mi querido doctor" Alegaba. "Datos, Watson, datos" Me decía con el rostro serio, su ceja derecha en alto y su mirada encendida "No puedo construir sin ladrillos". Lógica, deducción, ciencia; nada de eso nos prepararía para lo que estábamos a punto de presenciar. La capacidad de mi buen amigo y nuestra sanidad mental serían sometidas a una terrible prueba.

El día había resultado tranquilo. No más pacientes de lo usual. Después de varias horas de trabajo daba unas indicaciones a Annie, mi asistente, cuando me percaté de que estaba nerviosa y no dejaba de mirar el reloj.

— ¿Qué le pasa Annie? ¿Por qué su insistencia en saber la hora? — La reprendí.

— Doctor Watson — Repuso con voz sumisa.

Respondí sólo con un distraído sonido gutural. Mientras revisaba algunas historias médicas.

— Hoy es viernes y, faltan diez minutos para las tres y...Bueno...

— ¡La Sra. Willwood!

Annie sólo asintió agobiada.

Corrimos despavoridos por todo el consultorio. (Aunque la palabra 'correr' no es aplicable a mi condición). Annie se encargaría de las excusas. Recogió unos morteros y sustancias rápidamente en su charola. Me advirtió que no saliera por la puerta principal, pero me las arreglé para encubrir mi fechoría. Logré llegar a la esquina pasando de largo a la octogenaria Sra. Willwood. Satisfecho, pedí un coche. Decidí visitar a mi viejo amigo, así que el hanson enfiló al 221B de Baker Street. Más tranquilo, complacido de tener ciertas dotes para el disfraz y acompañado del incesante traqueteo del carro, acudieron a mi memoria varias de las aventuras que había vivido en mi refugio de soltero. El caso del joven McCarthy en Boscombe Valley, un peculiar ganso de Navidad y claro está, la bella y desconcertante Irene Adler. Cada una de ellas con detalles que poco a poco me fueron mostrando el más grande misterio de todos: La personalidad de Sherlock Holmes.

El viajero de Baker StreetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora