Capítulo 8 | Gris

38 9 0
                                    

・.⭒.・

Laurie.

Respiré hondo. Con las yemas de mis dedos presioné mi sien y haciendo un leve esfuerzo me levanté de mi asiento. Observé a mi alrededor antes de dar el primer paso: la casa lucía igual de vieja que cuando vivía allí, aunque con más telarañas de la última vez en que había venido.

Afuera mamá me esperaba con una taza de té de limón a punto de hervor, no la veía pero sabía que así era. Ella era alguien tradicional. Salí al patio donde dos sillas de jardín con almohadones encima descansaban en dirección a las plantas que habían sido tratadas con dedicación y cariño. Se veían hermosas y en sus hojas denotaban el esfuerzo de quien las plantó.

Me senté junto a mi madre, la observé también durante varios segundos: en su cumbre la nieve se dejaba ver como traidora, enseñando el paso del tiempo que solo con tinte podría esconderse.

Mary soltó un fuerte y pesado suspiro.

—Fui al teatro la semana pasada —dije antes de que mi madre lo hiciera.

La vi elevar las cejas, con una falsa sorpresa.

—Ayer salí con unos amigos, la pasé muy bien. Y no regresé tarde a casa.

—Eres responsable.

Mamá era también bastante seria y borde, a pesar de que esa no era la naturaleza con la que yo la había conocido en mi niñez hasta adolescencia. Comenzó cuando me hice adulto, ¿a todos los hijos les tocará ver que la alegría de sus madres se apagan con el pasar de los años? Porque es realmente doloroso y duro.

—¿Te mencioné que el director artístico dice que puedo ser la próxima estrella de la compañía? —comenté otra cosa antes de que un frío muro de incomodidad se hiciera presente.

—Bien hecho.

—¿Te alegras por mí?

Solté la pregunta que le hacía siempre que lograba algo, así sea mínimo y de poco esfuerzo. Ella solo respondió con un asentimiento de cabeza, ni un solo sonido.

—Bebe tu té antes de que se enfríe, o no.

Guié mis ojos hasta el suelo; un suelo por el que ya no pisaba con mis zapatos de niño dibujados; un suelo por el que corría para jugar; un suelo que era ocupado todas las tardes por mi mamá y yo. Ahora ella apenas lograba verme a los ojos y yo ya no corría por jugar, sino por salvarme.

Tomé la taza de vidrio, inmediatamente ésta calentó los dedos y la palma con la que la sostenía, pero no me bebí su contenido. Sabía que si lo hacía aceptaba su reglas, su carácter y su desprecio hacia mí. Con furia tiré la taza al suelo, ésta partiéndose en cientos de pedazos, dejando a su contenido en libertad. Yo era el contenido, mi madre la taza.

—Oh, no. Se te resbaló. Era de mis tazas favoritas —mi madre dijo que, simplemente, no lo soporté.

Me puse de rodillas a juntar pieza por pieza, las lágrimas de mis ojos me impedían hacerlo correctamente que logré cortarme. No lo suficiente como para describir el enorme hueco que en mi corazón había. ¿Cómo es que lo hacía, cómo es que podía? Era mi madre y me hacía sentir cual extraño que se metió a su casa sin permiso.

—Déjalo, yo lo junto.

No pude contestar, y tampoco dejar de cortarme con los restos de mi alma. Veía a mis sueños derramarse entre mis dedos, sentir mi esfuerzo caer por mi rostro y pesar con la decepción de mi madre.

—Soy tu hijo —articulé, con dolor, con tristeza—. Soy tu hijo —repetí.

—Lo eres —dijo. Claro que sabía que era su hijo, pero no «su hijo».

La Tortura del PoetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora