El cigarro

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     Se agarraron de las manos de forma sutil y siguieron caminando juntos pues, ¿de qué servía un cigarro si no estaba encendido y cuál sería el uso de un mechero si no encender un cigarro? Al chupar el cigarro una parte se encendía y por el lado contrario dejaba soltar su humo, humo que inundaba la boca del Fumador. 

- ¿Te importa fumar hacia el otro lado? No quiero oler eso. 

- Sí, perdón. - cambió de mano el cigarrillo como deseado - Si no te gusta el olor, ¿porqué los enciendes? 

- Porque es a ti a quién le gusta fumar.

- Pero antes no me interesaba, empecé a fumar porque pensé que a ti te gustaba encender pitillos. 

- Bueno, es algo que tengo que hacer, pero no es que me guste especialmente. Pero hacerte feliz me vale la pena, así que si te gusta fumar, los encenderé sin ningún problema. 

     Toqueteó el cigarro y la ceniza cayó al suelo. Fumó. 

- Gracias. Y perdón por pensar que te irías. 

- No hace falta que te disculpes. -dijo serio

- Igualmente, perdón. - Hizo ademán de vergüenza. 

     Se quedaron en silencio varios minutos por la incomodidad hasta que se decidió el Fumador a volver a hablar haciendo danzar entre sus dientes el cigarrillo.

- ¿Quieres que hablemos en privado? No me gusta estar tanto tiempo al aire libre.

- Nunca te gusta estar al aire libre, incluso sabiendo que no puedes fumar en interiores.

- Tú sabes mejor que nadie porqué no me gusta estar fuera. 

     Le había contado todo el relato de su vida al Mechero. Si le preguntasen podría contar, incluso a día de hoy, toda la historia de memoria a fuerza de haberla escuchado tantas veces. De camino a casa del otro pensó en ello. ¿Porqué confiarle todo a una sola persona? Le había dado el poder de destruirle... Y aún así confió en él mientras que él no le había contado nada de sí mismo. Poco sabía él de sí mismo como para contarle detalles tontos a una fumadora. Sentía que si se acercaba demasiado a su subconsciente terminaría como el Fumador, presa de sus sentimientos y memorias tortuosas al caer en el abismo de la soledad. Sorprendentemente él tampoco podía recordar cuando fue la última vez que sintió. ¿Qué sintió? Era un recuerdo vago danzando por el mar de su mente, una ola más perdida y confundida entre la marea que se mece con dulzura. Miró las manos del Fumador y sintió la necesidad de agarrarla, las ganas, el deseo ardiente de agarrarlas con fuerza y marcharse ambos de ese sitio. Quería soltarlo todo, deshacerse de sus sentimientos para ayudar a su parte complementaria. La otra siempre era reservada con todos y se desnudaba ante él, mientras que por otra parte el Mechero escucha las historias ansiosas que le eran contadas con una paciencia inquebrantable. Quería poder desvestirse él también, pero si no se podía ver a sí mismo desnudo, si no podía aceptar siquiera su propio pensamiento, ¿cómo iba entonces a amar? Pensó entonces en su egoísmo. Sabía que quería que encendiera sus cigarros por siempre, y él también le apasionaba la idea de que fuera su trabajo a tiempo completo, pero algo le retenía.

     Cerró los ojos mientras caminaba intentando no perder el equilibrio. No había nada, no existía nada dentro de sí. Vio una luz encenderse a lo lejos, era él solo en la nada. Le pareció ver en la oscuridad algo más flotando, quizás fueran sus emociones. De repente apareció una mano gigante ante él, como si fuera un ente superior. Se preguntó si era Dios que extendía su mano hacia él, ofreciéndole algo, pero no fue este pues vio como la mano desapareció por un momento y reapareció ahora con un cigarro colgando de entre sus dedos. Se preguntó si debía encenderlo pues no sabía de quién era la mano. ¿Sería de ella? ¿De aquella mujer que tanto anhelaba? Recordó. La había apodado de mala manera tal que el Fumador por la voz ronca que tuvo una vez al fumar y tener gripe. Se rieron juntos y ella decidió apodarle el Mechero, pues le hacía sentir feliz, la poquita felicidad que tenía metida en el cuerpo junto al montón de recuerdos borrosos que estaban por ahí esparcidos, se la había brindado él. Se esfumó el recuerdo de su mente y volvió a la oscuridad. Abrió los ojos por precaución a caerse por la calle transitada. Los cerró. Sí, era ella. Era la mano de la diosa, aquella divinidad que se había instalado en su mente y se negaba a partir, ella era ahora la dueña de sus emociones. 

- Hemos llegado - dijo el Fumador.

     Abrió la puerta, y aunque dubitativo de entrar, temiendo el resultado, entró. Ambos colgaron las chaquetas en el perchero de la entrada. El Fumador pisó una colilla. 

- Disculpa el desastre.

- No hace falta que te disculpes, es tu casa.

- De todas formas, perdón.

- Me pone nervioso que te disculpes por todo. 

     El Mechero estaba de espaldas a ella por lo que no pudo ver su rostro, pero al Fumador le entró un cosquilleo como si quisiera llorar aunque se negaba a ello, dos veces en un día no. Fue directo a la cocina callado a servirse un vaso de agua, esa casa ya era considerada suya por la cantidad de veces que había estado ahí. Al ver el cuerpo del hombre desaparecer por el marco de la cocina empezó a recoger las colillas del suelo, mientras su propio cigarro aún seguía encendido. Recogió aquellos que llegaron bajo el sofá, los que estaban sobre los muebles del salón, los que estaban por el suelo, visibles, aplastados definitivamente. Mientras recogía se dio cuenta que caminaba en círculos, recogía las colillas pero sentía que cada vez habían más y más y sintió que un día, de noche mientras estuviera dormida, una ola de colillas la iba a ahogar. Dejó su cigarro caer al suelo y lo pisó con fuerza. Se volvió a doblar a recogerlo. El Fumador fue al lavandero, pasando por la cocina, para tirar el puño de colillas a la basura. Se topó con la mirada del Mechero en camino de la suya. Se acercó a él. Le encendió un cigarro nuevo. 

- Fuma hacia otro lado. 

- Sí, perdón.

- Deja de pedirme perdón.

- Vale. 

- Aunque te lo pida - afirmó - no dejarás de hacerlo. 

- No me gusta que me conozcas tan bien.

- No fue elección mía conocerte tan a detalle. 

     Quitó de su boca el cigarro, lo dejó durmiendo en la encimera de la cocina y la besó. No le gustaba el sabor del tabaco pero besarla le gustaba más. Pasó su mano por la cintura del Fumador y la llevó al cuarto en el que había dormido tantas otras noches. 

     Todos dormían; ellos no. Se encontraban en la cama, tapados por las sábanas descoloridas. Ella estaba otra vez desnuda y él tenía capas de más. Le encendió otro cigarro y la miró bajo la luz del fuego. El Fumador le devolvió la mirada con un toque cariñoso en sus pupilas. Se miraron por un largo rato y se abrazaron. Tras unos minutos, el Mechero rompió el abrazo, hizo pensar al Fumador que se volvería a ir de forma apresurada como las últimas noches que pasaron juntos, pero se desvistió.

- ¿Qué haces? - dijo, pues nunca lo había visto así.

- Desvestirme, es obvio. 

     Tras quedarse sin más ropa que quitarse se miraron, era una sensación que nunca antes había sentido. El Fumador hizo ademán de llorar. 

- Me gusta mucho cómo se ve tu pecho. Tiene una forma muy... delicada, no sé si me explico.

     Y por esa razón, lloró. Abrazó con fuerza al Mechero y por más que quiso, no podía dejar de abrazarle. Él levantó la cabeza y la mujer besó su frente con un cariño un tanto amargo.

- No quiero que te pase nada, prométeme que intentarás estar viva hasta que vuelva.

- Haré el esfuerzo de ello. 

     Estuvieron abrazados toda la noche y renegaban a separarse. Por un momento, el Fumador entró en razón, ¿había vuelto con él? Su mechero estaba de vuelta. Por fin lo había conseguido de vuelta, y al darse cuenta de ello, lo abrazó con más fuerza pues tenía miedo de volver a perderlo. Pero, ¿a donde iba como para tener que volver?

El fumadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora