El tabaco

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     Fumar mata. Es dañino para la salud, provoca cáncer y malestares, deja un olor desagradable que se impregna en la ropa y del cual es imposible deshacerse, tinta los dientes de un amarillo mantequilla que queda horrible a la vista, quema tu garganta y la degrada a niveles inimaginables. Molestas a aquellos que no fuman con el humo en las terrazas y las miradas de decepción caen sobre ti cada vez que el cigarrillo aparece. Gastas toda tu fortuna en esos cilindros adictivos. A veces, jugando con el mechero se queman tus dedos, o el cigarro mismo quema tus labios al besarlo. El filtro se queda pegado a tus labios al fumar y si los tienes cortados duele despegarlo. Fumando no se arregla nada. No te hace sentir mejor, no te relaja. Al principio, podrías llegar a la sensación de que sí pero, tras un rato, el no fumar estresa y te pone ansioso; las ganas aumentan y usarás cualquier excusa para aislarte por un par de caladas. 

     Tras un tiempo, te avergüenzas de tus decisiones y solo fumando te despejas: estás mal y solo la razón de tu dolor puede hacerte sentir mejor, o al menos es eso lo que quieres creer. 

     Prendas negras, bisutería plateada y labios cortados. Cuerpo tendido en la cama, un cigarro colgaba de sus labios pintados de tinto. Los ojos fijos en el techo, cansados, caminaban por las grietas de la pintura. ¿Cuánto tiempo había pasado ya? No recordaba en qué momento había cogido el cigarro y peor, no sabía porqué no lo había encendido aún. Recordaba tener el mechero en la mano, pero no. Lo había dejado en otra parte, simplemente no recordaba donde. Se levantó, se sentó en el borde de la cama, dejó caer su propio peso en sus rodillas. El suelo estaba sucio, tampoco recordaba hacía cuanto que no lo barría. Sus pies estaban fríos, en realidad todo su cuerpo lo estaba. Quizás encendiendo un cigarro podía calentarse, pensó. Sólo tenía que buscar el mechero. No quería comprar otro nuevo, el que tenía le gustaba. Era un mechero bonito y la hacía sentir bien cuando no lo estaba, no podía darle muchas más cualidades, también encendía sus cigarros, al fin y al cabo, era su función. Era lo que encendía sus cigarros; y quería dejarlo. Tampoco recordaba cuanto tiempo pasó diciendo que quería dejarlo, seguramente mucho. Se levantó de la cama, caminó a pies desnudos por la habitación buscando su mechero. Pisó una colilla. 

- Dios mío - dijo al aire - Esto está hecho una mierda... 

     Efectivamente, varias colillas dormían en el suelo, y al querer abrigarse se dio cuenta que también se escondían apagadas en los bolsillos de la chaqueta. ¿Porqué? Siguió rebuscando entre los bolsillos de las chaquetas, intentando encontrar su mechero, y nada. No lo encontraba. Lo necesitaba, era lo que la hacía sentir mejor, pero solo encontraba colillas. Siguió buscando. Cerró el armario tras revisar prenda tras prenda. Abrió los cajones de la mesa de noche, apartó pastillas, cargadores, libros, para terminar por no encontrarlo. Miró bajo la cama y varios pececillos de plata pasaron cerca de su cara. Abrió otros cajones, rebuscó bajo el armario de madera: movió las velas, las joyas, las gafas y las llaves y al querer mover las esculturas de cristal que se llevaban coleccionando desde hacía ya varias generaciones, una cayó al suelo por moverla sin cuidado y, con un ruido dramático, se rompió en mil pedazos que corrieron por el suelo a esconderse bajo los muebles. 

- ¡No! ¿Cuál es? ¿Cuál se ha roto? 

     Miró. Se había roto una muñequita. Una niñita que, con su mano, sostenía un burrito por una pierna y la otra la dejaba escondida en su bolsillo. Era una niña de cara redonda, esculpida con una gran sonrisa, con su vestidito y sus zapatos de cristal, se la imaginaba el Fumador caminando feliz de la mano de su madre, jugando con su burrito y cantando alguna canción feliz. Pero ella la había roto, la había roto por el mechero. ¿O la muñeca lo rompió a él? Recogiendo los trozos de cristal se cortó las yemas y perforó sus pies. Se retrató a la nena en su mente. Tan alegre, tan simpática... También quería ser esa nena, pero ya no podía, ya era muy mayor para esas cosas. Recordó. Sólo un recuerdo le vino a la cabeza. La nena era, al menos en su cabeza, la misma persona que recogía el cristal. Recordó que alguna vez fue la niñita. La sangre brotó de sus dedos al cortarse con los trozos, gotas de sangre manchaban el cristal que, delicadamente recogido, era tirado a la basura. Los cristales bailarines tomaron un baño en sangre caliente, al menos algo caliente había en su cuerpo. Miró. Había dejado caer el cigarro al gritar. Lo recogió y lo manchó con su sangre, la combinación de los colores le recordaba al fuego. Oh sí, estaba buscando eso, el mechero, por un momento se le había olvidado. Siguió buscándolo. ¿Dónde estaba?

- ¿Dónde estás? Maldito, ¿dónde estás? 

     Lo necesitaba de vuelta. ¿Dónde estaría? No quería seguir distrayéndose con pequeñeces, quería su mechero lo más rápido posible. Comenzó a llorar de desesperación. El Mechero la hacía sentir mejor, le daba calor cuando hacía frío y encendía sus cigarros. Era una persona muy friolera, de día hacía frío, de noche también. Se le empezó a hacer un nudo en la garganta, quizás el humo lo desharía, pero no tenía su mechero. Pensó en llamarlo, pero obviamente no aparecería, al fin y al cabo, el mechero se perdía con facilidad. Sentía que, si no lo usaba lo suficiente, el mechero se iba a sentir solo, y, cuando en efecto no lo usaba, sentía que lo perdía. Por eso fumó. Pues, ¿para que iba a tener el mechero, sino? No quería dejar al mechero solo, pero quería dejar de fumar. Podría regalárselo a alguien más, pero, ¿no era suyo? El pensar en siquiera dejar que otra persona encendiese sus cigarros con su mechero le hacía mal. Si era suyo, nadie tenía porqué usarlo. No, no, no, nadie tenía porqué usarlo. Siguió llorando porque quería su mechero de vuelta. ¿Y si no volvía? Por mucho que lo buscase, quizás había escapado y ahora encendía los cigarros en labios de alguien más. Cuando lloraba, quería su mechero para evaporar sus lágrimas y así no sentirlas caer por su mejilla. Se sentó otra vez sobre la cama. Se llevó las manos a la cara, acariciando sus lágrimas y manchándolas de sangre creando una mezcla bizarra de colores. No tenía su mechero a mano para eliminarlas así que se quitó las lágrimas con sus propias manos y la sal de su piel hizo arder sus heridas . Con el cigarro entre los labios le costaba llorar, por lo que lo despegó con cuidando pero abriendo las cicatrices de sus labios, adornando su semblante con más sangre todo para dejarlo en el suelo junto con el otro montón de colillas y cristales.

     Y así, por primera vez en mucho tiempo sus lágrimas cayeron libremente, rodando por su piel tostada, sin su mechero. 




El fumadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora