Capítulo V

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Ya estaba amaneciendo. Yo seguía sentado en una silla metálica, solo, sin saber muy bien qué hacer ahora. Tenía los ojos completamente secos y doloridos; ya no podía llorar más. La señora Olser no había vuelto en toda la noche. Mantenía mi mirada fija en un punto en el suelo, con la mente en blanco y el alma ensombrecida. Una figura entró en la sala del velatorio y se dirigió a mí con una voz masculina.

—¿Es usted familiar de Evaristo? —dijo con un tono grave y solemne.

Era un gato grisáceo, que llevaba puesta una camisa blanca con una brillante corbata negra. En el pecho podía verse una plaquita metálica con su nombre, que no alcancé a leer. Era un trabajador de la funeraria.

—S-sí... —repuse con un suave hilo de voz apenas inaudible.

—Le doy el pésame —expresó, aunque de forma algo maquinal—. Vengo a informarle que la incineración será a las diez de la mañana. Puede permanecer aquí hasta esa hora.

No pude responder nada, aunque no pareció que esto ofendiese al trabajador. Debía ser común para él tener que tratar con los familiares exhaustos después de velar durante toda la noche al fallecido. Tras estas palabras, salió de la sala del velatorio, dejándome solo una vez más.

El sol empezó a iluminar suavemente la estancia a través de una ventana a medida que se elevaba en el cielo. A pesar de la calidez que producía dentro de la sala, yo seguía sumido en mi oscuridad. El tiempo pasaba de manera lenta, con el único acompañamiento del tic-tac de un reloj de pared que me recordaba continuamente que en breves incinerarían a mi padre.

Me levanté, con gran dificultad, de la silla y miré el féretro. No lo había hecho desde que llegué a la sala del velatorio. Con todo el dolor de mi alma, me acerqué lentamente al ataúd y posé mi mano sobre la tapa. Una vorágine de sentimientos me invadió, recordándome con nitidez todo el tiempo que había desperdiciado en vez de estar con él: todas aquellas veces que lo ignoré, que me enfadé, que no le hablé de mamá... Me sentía tan culpable que solo pude decir un «lo siento...». Entre todos esos recuerdos negativos, surgió uno positivo: las últimas palabras que me dijo en aquella cama la noche anterior, lo orgulloso que estaba de mí y en cómo me había convertido en el adulto que ellos querían.

El reloj marcaba las diez de la mañana. Muy puntual, el trabajador de la funeraria volvió a la sala. Esta vez observó, un poco extrañado, lo vacía que estaba. No era común que en un velatorio solo hubiese un único asistente.

—Disculpe la molestia —dijo de forma educada—. Debe abandonar la sala, vamos a proceder con la incineración.

Sin responder nada, salí de aquella estancia. El trabajador salió detrás de mí y cerró la puerta. Luego, volvió a dirigirse a mí.

—Como usted es el único familiar presente —expresó con mucho tacto—, deberá acompañarme. Por protocolo, debe usted identificar al fallecido antes de proceder con la incineración.

No comprendí muy bien a qué se refería, pero decidí acompañar al empleado a través de distintas salas en el edificio. Tras bajar unas escaleras, llegamos a un pasillo que conectaba con una sala cerrada y una gran puerta. El felino me indicó que esperara un momento en un banco metálico que había a mitad del pasillo.

Solo pasaron un par de minutos cuando el gato vino acompañado de otro trabajador de la funeraria, que empujaba el mismo ataúd de madera que había en la sala del velatorio.

—Por favor, ¿puede confirmar que el fallecido es Evaristo Aitherios?

El trabajador que acompañaba al felino levantó con mucho cuidado la tapa del ataúd, revelando el rostro de mi padre. Su pelaje ya no poseía aquel rutilante azul tan característico y que yo había heredado. Ahora se había tornado en un azul pálido, perdiendo todo brillo. Tenía los ojos cerrados y permanecía completamente estático en su envoltura de madera.

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⏰ Última actualización: May 02 ⏰

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