Capítulo I

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Mi padre era un lobo azul, mi madre era una hiena blanca. Una pareja extraña, lo sé. Mi pelaje azul cerceta y blanco evidencian mi herencia. Al nacer me llamaron Séneca. Un nombre un tanto peculiar, incluso arcaico. Mis padres eran grandes apasionados de la filosofía. Según me han contado, estuvieron pensando mi nombre durante semanas. Al final, tras varias alternativas, optaron por el filósofo Séneca, pues, y según en palabras de mi madre, «Queríamos que fueras alguien inteligente y de bien, que creases tu propio camino y encontrases la felicidad en este mundo cada vez más desconectado de su naturaleza primordial». Admito que aún no entiendo a qué se refería con «naturaleza primordial».

Nací en un pequeño pueblo construido sobre un istmo, flanqueado de playas y naturaleza. Recuerdo perfectamente aquellas playas de arena marmórea, el rugir de las olas al romper en la orilla, la fresca brisa que la acompañaba y transportaba el aroma de sal por todo el pueblo. Al otro lado, una enhiesta montaña se erguía, cubierta de exuberante vegetación. Durante el año, el color de la montaña oscilaba entre un verde intenso durante la primavera, a un melancólico ocre y terroso cuando el otoño hacía su presencia.

La vida en el pueblo era tranquila y apacible. Aunque la comunidad se dividía en barrios, prácticamente todas las familias se conocían. Era fácil escuchar a los vecinos referirse entre ellos con motes que sus hijos e hijas acabarían heredando. Podrías ir de una punta del pueblo a otra que, con solo presentarse con el nombre asignado por tus vecinos, te reconocían.

Mis padres llegaron a este pueblo buscando una vida mejor. Antes de mudarse aquí, ellos vivían en una gran ciudad. Sus familias no veían con buenos ojos su relación. No era demasiado común ver hienas y lobos juntos. Existía una especie de rivalidad oculta entre ambas razas, y se evitaban mutuamente. Tras mantener su relación en secreto, acabaron descubriéndolos. Esto propició un enfrentamiento entre ambas familias. Mis padres, ante las posibles consecuencias de dicho enfrentamiento, decidieron escaparse en secreto, tomar el primer autobús que los llevase lo más lejos posible y no mirar atrás. Se prometieron que formarían su propia familia.

Me explicaron que, después de varios días de viaje, encontraron este rincón del país, y al momento supieron que se trataba del sitio que habían estado buscando para formar su nueva y ansiada familia.

Tras vivir en las calles del pueblo durante tres días, encontraron una vieja casa casi derruida, con un enorme agujero en el techo, toda llena de escombros. Preguntaron a los vecinos de la zona a quién pertenecía la casa, pues no querían entrar en una propiedad ajena, aunque estuviera en unas condiciones deplorables. Para su sorpresa, el último dueño de la casa falleció hace mucho, y no se conocía ningún dueño o dueña de la casa, por lo que estaba abandonada.

SénecaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora