Capítulo III

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No recuerdo mucho de la primera infancia. Según me han contado mis padres, yo era un bebé regordete que disfrutaba de estar dormido todo el tiempo. Me dijeron que era muy fácil cuidarme, ya que nunca daba problemas ni lloraba, aunque su mayor pelea conmigo era a la hora de la comida.

Cuando era un niño, iba a un pequeño colegio situado a un par de manzanas de mi casa. De aquella época sí que tengo algunos recuerdos. Recuerdo cómo era la clase, que en aquel momento me parecía un lugar enorme y aterrador, con una leona como maestra, muy mayor, que cuidaba de nosotros y nos enseñaba las distintas lecciones. Recuerdo su voz como si fuera un rugido de una bestia, que estaba a punto de devorar a todos sus alumnos. La imaginación de mi mente infantil veía toda aquella escena como una amenaza constante.

También recuerdo vívidamente la ansiada hora de salida del colegio. A las puertas, todos los padres y madres esperaban a sus hijos e hijas, que salían corriendo nada más sonar el timbre del colegio. La entrada se llenaba del ambiente ruidoso y el bullicio de decenas de niños chillando de felicidad al ver a sus familiares, sabiendo que ya tocaba salir de aquel edificio que tanto nos hacía sufrir. Sin embargo, para un pequeño grupo de nosotros, incluyéndome, nadie aparecía para recogernos. Éramos todos aquellos a los que nuestros padres y madres trabajaban a esa hora, y no podían ir a buscarnos. A veces uno de los adultos se preocupaba por nosotros, y se aseguraba de que llegásemos a casa. Pero las más de las veces, nos veíamos solos en la puerta del colegio, cuando el bullicio de nuestros compañeros dejaba paso al silencio más absoluto.

Muchas veces nos quedábamos jugando en el patio del colegio, hasta que los maestros acababan su jornada y nos echaban de allí. Luego, dábamos un paseo por el pueblo. Recuerdo las charlas profundas que manteníamos, y aquellas preguntas que solo se le ocurrirían a alguien en su infancia. También recuerdo al señor Plinio, el vendedor de palomitas y frutos secos. Siempre iba empujando su viejo carro de madera, donde exhibía los productos que vendía. A veces nos invitaba a un puñado de almendras a todo el grupo, mientras decía «aprovechad ahora y disfrutad, que algún día creceréis y echaréis de menos estos momentos». Por supuesto, ninguno entendíamos a qué se refería, y nos burlábamos de él a sus espaldas.

Mi vida cambió al empezar la educación superior. Una tarde, mi madre empezó a tener fiebres constantes, y malestar general. Tuvimos que llevarla a un hospital de una ciudad cercana para que le hicieran unas pruebas, y nos confirmaron la peor noticia: padecía de un cáncer de páncreas muy agresivo. Los médicos nos dijeron que al ritmo que estaba avanzando la enfermedad, tendría como máximo seis meses de vida. La noticia supuso un shock para todos nosotros. No sabíamos qué hacer en aquel momento.

Empecé a pasar más tiempo en mi habitación y a salir menos a la calle. Dedicaba horas enteras a leer libros, buscando la evasión que me producía la lectura de la terrible realidad a la que me estaba enfrentando, mientras podía escuchar desde la ventana de mi habitación el rugir de las olas en la lejanía, y esa característica brisa con olor salino que inundaba todo el pueblo.

La relación entre mis padres también sufrió un cambio drástico. Nunca los había escuchado discutir antes. Pero, desde entonces, las peleas entre ellos eran diarias. Mi padre siempre insistía a mi madre que buscásemos ayuda profesional, que pidiésemos un préstamo, que trabajaría veinticuatro horas si hacía falta, pero que tenían que hacer algo. Mi madre estaba obstinada en que era lo que le había tocado vivir, su destino. Luego lamentaba que no pudiese verme crecer y convertirme en ese adulto de bien que tanto deseaba. La discusión siempre terminaba con mi padre encerrado en su habitación llorando y mi madre sentada en el sofá, con la mirada fija en un punto, pero sin mirar nada. Yo, desde mi habitación, escuchaba todo lo que decían, a veces enfadado con ellos, y otras sollozando.

A los pocos meses, mi madre falleció en su cama. Mi padre llamó a una ambulancia, y no me permitió en ningún momento acercarme a la habitación. Trasladaron el cuerpo de mi madre al hospital, pero fue totalmente imposible hacer nada, hacía horas que había fallecido. Yo me quedé con una vecina en su casa. Por la noche, mi padre vino a buscarme. Me llevó al tanatorio. Entramos en una sala llena de visitantes que llegaron para despedirse de ella. Prácticamente todos los que estaban allí eran amigos y vecinos. No pude ver a ningún familiar, aparte de nosotros dos. En el centro de la sala, había un ataúd de madera.

Nos quedamos en aquella sala toda la noche hasta la mañana siguiente, mientras que las visitas iban llegando. Se acercaban a nosotros con cara de tristeza, dándonos el pésame para luego dirigirse al ataúd. Aquello era agotador. En un momento, me tumbé en el regazo de mi padre y me quedé dormido.

Cuando desperté con los primeros rayos de sol que entraban por una de las ventanas, todavía me encontraba acurrucado en el regazo de mi padre. Sus ojos mostraban rastros de cansancio y tristeza, pero también preocupación por mí. Pregunté, casi por instinto, cómo se encontraba mamá esa mañana, y si había mejorado. Mi padre me miró con mucho cariño, y me dijo que mamá por fin estaba descansando.

Al mediodía, un empleado de la funeraria nos pidió que dejáramos la sala, ya que iban a proceder con la incineración. Mi padre me dejó un momento con unos vecinos y acompañó al empleado por una puerta hasta que desaparecieron de mi vista. No tardaron mucho en regresar. Mi padre volvió con los ojos vidriosos, agradeció al empleado y nos llevó de vuelta a casa.

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