Capítulo 6

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El amor de madre es un cariño muy especial, una colección de sentimientos que te llevan a proteger a tus hijos incluso entregando tu vida con tal de que no les pase nada malo, de que estén bien y de que no tengan que experimentar dolor en ninguna de sus formas, algo que te convierte en un ser vulnerable cuando tus hijos no están cerca de ti porque estando lejos no los puedes proteger, pero por otro lado, el amor de madre también es aquello que te permite sentirte orgullosa de sus logros, ser feliz cuando ves a tu hijo salir adelante y hacer su vida como un hombre independiente, a pesar de que ello te rompa el corazón sabiendo que poco a poco se apartara de tu lado.

Esa clase de amor era lo más alejado de lo que yo sentía por César en aquella mañana en que lo miraba mientras él dormía, pues lejos de ver en su pacífico rostro a mi hijo, solamente fui capaz de mirar al hombre que me había permitido sentirme mujer una vez más, que me concedió la fortuna de dejar de verme a mí misma tan solo como alguien que hacía que la casa funcionara, como alguien al servicio de los demás, convirtiéndome de pronto en un ser sexual, brindándome la seguridad de saber que era capaz de seducir a un hombre, de sentir el poder de un orgasmo explotando entre mis piernas, de inspirar el deseo en un muchacho que seguramente podría conseguirse a una mujer mucho más joven y hermosa de lo que yo era, pero que de alguna manera elegía estar conmigo, pues si bien era cierto que su interés había nacido en la posibilidad de que yo le enseñara a satisfacer a su novia, lo que había pasado entre nosotros me hacía pensar que en realidad había una conexión más allá de esas lecciones, representada por esa atracción animal que en más de una ocasión había amenazado con sobrepasar nuestros límites llegando a un punto en que no pudiéramos y tampoco quisiéramos controlarnos, justo como ocurrió el día anterior, cuando fue solo gracias a que no logró contener su eyaculación, lo que nos impidió culminar ese episodio haciendo el amor.

Era claro para mí que lo que estaba desarrollando por César no tenía nada que ver con el hecho de que fuera mi hijo, que había algo más intenso y mucho más complicado creciendo y fortaleciéndose en mi interior, una clase de amor que poco tenía que ver con nuestros lazos familiares y mucho con el hecho de compartir parte de mi vida con él, como hombre y mujer.

¿Lo que sentía por mi hijo era inadecuado, inmoral, condenable por cientos de leyes y credos de los hombres? Sí, lo era, lo sabía, lo tenía tan claro que me atormentaba pensar en ello en cada ocasión en que lo consideraba, algo que estaba tan presente en mi pensamiento que por esa razón trataba, a veces de manera consciente y a veces de manera involuntaria, de no entregarme a mi hijo por completo, de no renunciar a la idea de que lo que hacíamos era solo para salvar la relación que tenía con esa niña idiota que no lo merecía.

¿Por qué lo hacía entonces? ¿Cuál era la razón por la que me permitía tener esa clase de interacción con mi hijo y verlo como un hombre con la capacidad de satisfacer mis necesidades sexuales? La respuesta podría resumirse en una palabra: esperanza.

Mi César nació cuando yo era muy joven y desde el momento en que me embaracé, tuve que arreglármelas como pude, dado que mi familia me dio la espalda al considerarme algo menos que una puta. Fueron muchas las noches que pasé llorando abrazada de mi hijo, sintiéndome sola y abrazada por la desesperación que suponía el no saber qué futuro le daría una mujer que no tenía estudios ni alguna habilidad con la que pudiera salir adelante.

Por azares del destino, la vida me llevó a conocer personas maravillosas que me ayudaron a progresar, que se encargaron en más de una ocasión de mí y de mi hijo y que incluso llegaron a conseguirme un trabajo estable y bien remunerado, uno en donde conocí a Gerardo, quien por aquellos días era el tipo de compañero que cualquier mujer quería a su lado, un hombre para quien trabajé por algún tiempo sin que nada pasara, antes de que un día comenzara a coquetear conmigo, invitándome a comer y a salir a divertirme, otorgándome la posibilidad de un mundo que no conocía al haber tenido la responsabilidad de hacerme cargo de mi hijo desde que fui muy joven, algo que obviamente me hizo caer perdidamente enamorada de ese hombre, depositando en él todo mi amor y entregándome a Gerardo en todos los aspectos en que tal palabra pueda tener sentido, una clase de entrega que al menos en un principio pensé que era correspondida, y más aún cuando un día llegó a mí y me dijo que se estaba divorciando, que al fin podríamos tener una vida juntos, que seríamos marido y mujer.

Adriana: lecciones de amor con mamáDonde viven las historias. Descúbrelo ahora