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Matías sentía como las gotas de lluvia le golpeaban la cara dándole la sensación de que en lugar de agua, lo que estaba impactándole en el rostro eran pedazos de piedras de hielo cual granizo, pero le importaba tan poco, así como no le interesaba saber que estaría pensando la gente que lo veía correr bajo la lluvia torrencial que se había largado apenas puso un pie en la calle. A veces el clima de Buenos Aires lo asombraba terrible mente, hoy apenas se despertó el sol iluminaba todos los rincones del departamento y lo encandilaba de tanto brillo, pero ahora el agua caía cual baldazos del cielo y ya no quedaba rastro alguno de la luz del día, solo la oscuridad de las espesas nubes que cada vez se amontonaban más y más sobre su cabeza.
El ardor de sus piernas no frenaban aquel maratón que estaba practicando, cada vez estaba más cerca de llegar a su destino así que no se le cruzaba el pensamiento de frenar. Frenar no era una opción ni parte del plan en ese momento. Mientras más se acercaba a la meta empezaba a cuestionarse pequeñeces de las que no se había puesto a pensar cuando recibió aquel llamado que lo impulsó a correr, ¿donde dejó su celular? ¿había sido el único al que llamaron para avisar lo que había pasado? ¿donde mierda estaba alejo? Lo había mandando a comprar pollo trozado, lo único que esperaba era que estuviera a salvo de esta lluvia torrencial porque la única llave del departamento en ese momento la tenía él en la mano.
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El ambiente en aquel auto era tan frío y tenso que Matias tenía miedo hasta de parpadear, a estas alturas sentía que tenía los ojos más secos que la boca de Valentín y eso era un montón, porque desde que habían salido de el hospital el colorado no había parado de pedirle agua con señas debido a que estaba tan sedado que no controlaba ningún rincón de su cuerpo, solo las manos y la verdad es que con mucha dificultad.
