CAPITULO CUATRO | CODICIA

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La luz mortecina del reino previo se desvaneció, dando paso a un resplandor dorado que inundó los sentidos. Hevel y Kayin se hallaron de pie en medio de exuberantes jardines, con aromas de flores exóticas embriagando el aire. Una suave brisa acariciaba sus rostros.

Atónitos, contemplaron cómo la muerte daba lugar al renacimiento. Mariposas multicolores revoloteaban entre los árboles cargados de frutos. El murmullo de los arroyos cristalinos y el trinar de aves inundaba el ambiente. Era una explosión de vida.

Kayin exhaló, extasiada.

- Había olvidado que existía tanta belleza en el universo. El reino previo, con sus llanuras áridas y vientos gélidos, parecía ahora un lejano recuerdo.

Hevel permaneció cauto analizando cada detalle. Pese al esplendor, sus sentidos agudizados percibían algo oscuro oculto bajo la superficie. Una energía que los acechaba más allá de la exuberancia.

El camino floreado los condujo hacia majestuosas puertas doradas, engarzadas con piedras preciosas que centelleaban bajo el sol radiante. Más allá, una ciudad resplandeciente se erguía, prometiendo riquezas sin fin.

Kayin sintió despertar en su interior una codicia visceral. Ansiaba poseer aquella ciudad, llenarse de sus tesoros y deleites. Pero Hevel posó una mano sobre su hombro, sus ojos grises clamando prudencia. Aún cuando la abundancia aguardaba, debían estar alertas.

Cruzando el umbral, los mellizos quedaron deslumbrados ante la majestuosidad de la ciudad dorada. Sus calles adoquinadas estaban flanqueadas por edificios de mármol con intrincados mosaicos, altivas cúpulas bellamente adornadas y terrazas con vista a jardines colgantes que eran un derroche de flores y frutos.

El aire estaba impregnado por aromas de comida exquisita que provenían de los puestos del mercado, donde se apilaban montañas de especias, granos y carnes exóticas. Mercaderes pregonaban sus productos, alardeando de su rareza y calidad sin par.

En la plaza central había una imponente fuente con estatuas de oro macizo que brillaba intensamente bajo el sol de mediodía. Los ciudadanos que transitaban vestían túnicas de seda y llevaban joyas que centelleaban en sus cuellos y muñecas.

Kayin sentía su boca secarse ante la visión de semejante opulencia. Deseaba obtener aquellas riquezas, probar los manjares deliciosos y ataviarse con aquellas ropas y joyas tan magníficas. Miró a Hevel y supo que él sentía lo mismo, aunque intentaba disimularlo.

-Esta ciudad es una trampa para nuestra codicia -susurró Hevel-. No dejes que tu deseo nuble tu juicio.

Kayin asintió, reprimiendo su ansia. Debían mantener los sentidos alerta en aquel reino de falsas indulgencias.

Más allá de los límites de la ciudad se extendía un desierto árido e interminable, con dunas rojizas que se perdían en el horizonte. El sol abrasador calcinaba la arena y hacía emanar espejismos por doquier.

Hevel y Kayin caminaban sin rumbo fijo, sintiendo sus gargantas resecarse y sus esperanzas desvanecerse. De pronto, ante ellos apareció la imagen de un oasis, con palmeras y un lago de aguas turquesas.

Sedienta, Kayin corrió hacia el espejismo, pero Hevel la detuvo justo antes de que se sumergiera en las arenas movedizas disimuladas. No era real. Kayin cayó de rodillas, sollozando de frustración.

- El desierto pone a prueba nuestra sed insaciable -dijo Hevel-, tanto de agua como de riqueza y placeres. Debemos dominar nuestra codicia, o esta nos devorará.

Kayin asintió, secándose las lágrimas. Se puso de pie y siguieron caminando bajo el sol de plomo. Ignoraron otros espejismos que se formaban ante ellos, no cederían más a la tentación.

Ashes of HopeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora