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El día de su cumpleaños veintidós, Jeon Jungkook probó la cucharada amarga del abandono y, aún entre el murmullo de los comensales del restaurante, reconoció el inconfundible sonido que hace un corazón al romperse. Se habría engañado a sí mismo excusándola con el tráfico o con su bien conocido hábito de llegar tarde, de no ser por la charla del día anterior. Siete meses de recorridos por la ciudad, de atardeceres en la playa, de conversaciones en voz baja y de sonrisas de complicidad parecieron suficientes para que Jungkook tomara el valor de decirle que la amaba. Un te quiero acompañado del rumor de las olas y calentado por el sol que se esconde, habría sido un gesto encantador para cualquiera que lo oyese. Para ella fue una cuchillada por la espalda.

Jungkook encendió la vela del pastel que había comprado por cuenta propia y, al contemplar la diminuta llama que titilaba en espera de ser apagada, lo asaltó un repentino deja vú. De súbito ya no tenía veintidós, sino dieciocho, y no amaba a una ella, sino a un él. Y ya no estaba en un restaurante, sino en la playa cerca del voluntariado religioso al que fue obligado a ir cada año durante su juventud.

Su primer amor —aunque nunca se permitiría nombrarlo así— se llamaba Min Yoongi. Le gustaban los cigarros, los besos lentos y tinturarse el cabello color menta. Andaba siempre a pie, cargando el estuche de una guitarra rota. Usaba unos converse heredados de un hermano mayor del que pocas veces hablaba, y una chaqueta robada de una tienda de segunda mano. No entablaba conversaciones primero y su rango de expresiones era más bien limitado. La noche después de conocerlo, Jungkook lo describiría en su diario como «estrafalario». A partir de entonces, escribiría páginas enteras sobre él y para el final del verano tendría dos cuadernos dedicados a sus intentos inútiles de descifrarlo.

El aroma de la cera quemada lo transportó a aquella escuela de música que sería testigo de las acciones más viscerales del amor adolescente. Jungkook le regalaría algunas de sus memorias más importantes: su primer beso, su primer cigarro y su inevitable descenso al infierno. Fue ahí también donde lo encontró con las venas abiertas una noche antes de su regreso a casa.

Por esos tiempos Jungkook era apenas un muchacho que, atraído por su naturaleza catabática, se había aferrado por casualidad o por equivocación a Min Yoongi. Jamás habría sospechado que atarse de manos por él sería una condena sin retorno. Y que, en un futuro, cada fósforo que encendiese inevitablemente le traería de vuelta su nombre.

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KATABASIS ; jjk&mygDonde viven las historias. Descúbrelo ahora