1. El llamado.

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Años después, en una de sus frecuentes noches de insomnio, Jungkook se preguntaría en qué momento el amor empezó a saberle a sufrimiento. El verano de sus dieciocho años, al llegar al orfanato en el que haría su voluntariado anual, seguía creyendo que amar era una virtud divina. Aquellos que tenían amor era por gracia de Dios y estaban obligados a compartir algo de su don. Por eso, al ver los rostros iluminados de los niños con los que pasaría las vacaciones, solo pudo pensar en cuán afortunado era por poder traerles un poco de alegría. Si su visión bondadosa del mundo se torció en algún punto, definitivamente no fue en las primeras horas de su estancia.Y si alguien tenía la culpa, nunca se la adjudicaría a la cuidadora que lo alentó a explorar los alrededores durante su tiempo libre antes del almuerzo.

Cuando sus padres le dijeron que iría a Busan a cuidar niños huérfanos, Jungkook se hizo a la idea de que sería igual que sus experiencias anteriores en Seúl. Estaba muy alejado de la realidad. El orfanato Flor de la Niebla estaba localizado en un barrio marginado y subsistía apenas del amor por la niñez digna y de unos cuantos donadores bien conocidos. El gobierno los había olvidado hace mucho y sus cuidadoras se habían vuelto expertas en el arte de ahorrar recursos. A su director, un hombre de avanzada edad y amigo de la familia Jeon, nunca se le podía encontrar en su oficina. Se decía que iba por todo el país en busca de patrocinadores, pero cada fin de mes regresaba sin nada en las manos. Para Jungkook, nada de eso importaba, porque los niños eran sonrientes y agradecidos, las cuidadoras eran mujeres amables y dedicadas, y el director le había dado un techo en el que refugiarse.

Mientras andaba por el camino de tierra de una extensa llanura, Jungkook avistó una construcción lejana. Su curiosidad era tan grande por aquel tiempo, que no dudó ni un segundo en ir hacia ella. Al acercarse, se le erizó la piel. A través de lo que había sido una puerta con cristal, advirtió que había alguien dentro. Se quedó quieto, paralizado, escuchando una melodía de piano que seguiría reproduciéndose en sus pesadillas en un futuro cercano. Quizá, si hubiera sido menos inocente, lo habría tomado como una mala señal y no como un llamado.

La vieja escuela de música del pueblo —más tarde lo sabría por boca de una de las cuidadoras— era tan pequeña y rural que no se merecía el nombre. Tenía apenas la extensión de un salón de clases y nunca poseyó más instrumentos que un par de guitarras y un piano vertical tan majestuoso que, en su momento, a todos les pareció la señal de un progreso que nunca llegaría. La fundadora, Ekaterina Romanova, era una pianista rusa retirada que buscaba una vida tranquila y significativa, alejada de la aristocracia de su país natal. Gozó de buena reputación durante un par de años. Niños y jóvenes de comunidades cercanas asistían a las clases semanales sin falta, impresionados por la mujer blanca y aparentemente millonaria que les dedicaba una mirada. Pero la sensación de novedad no pudo anteponerse por mucho, y más temprano que tarde la escuela tuvo como únicos alumnos a los becados del orfanato. Las cuidadoras previnieron un inminente cierre y poco a poco dejaron de enviar a los niños para evitarles la pena de quedarse sin clases de golpe. Sin embargo, Ekaterina Romanova siguió impartiendo lecciones musicales sin fijarse en la rentabilidad, aun cuando solo hubo un par de manos adolescentes a las que enseñar. Su último alumno, y el más prodigioso de todos los que había tenido, soportó regaños y castigos con tal de tener acceso a la única cosa en la que era bueno. Y continuó yendo a él cada tarde después de la repentina desaparición de su maestra.

Y gracias a esa historia de infancia, Jungkook lo encontraría en medio de su recital de nostalgias y se sentiría atraído por la pulsión de muerte con la que se deshacía ante las teclas del piano.

Lo contempló de principio a fin, embelesado por los dedos largos que se movían de lado a lado como arañas blancas. Le pareció que tenía enfrente a la reencarnación sacrílega de Mozart y que las melodías que tocaba habían sido aprendidas en sus vacaciones en el infierno. Al cesar la música, Jungkook pudo ver su rostro por primera vez. Era un rostro de porcelana, adornado de unos labios finos, dos cejas gruesas y un par de canicas oscuras que lo veían con cólera. Llevaba una chaqueta de mezclilla desteñida, una camisa blanca con el cuello estirado por el uso, unos pitillos negros y unos converse con la suela rota. Pero lo más llamativo de su apariencia era su cabello color menta. Parecía que no se retocaba el tinte aún, porque en algunas partes se dejaban entrever algunos mechones deslavados.

KATABASIS ; jjk&mygDonde viven las historias. Descúbrelo ahora