La jaula.

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Nunca pensé que la expresión "tener el corazón roto" sería algo literal. Así lo siento. No metafóricamente, como yo pensaba, es un dolor físico, como si, realmente, ese órgano, que es imprescindible para mantenerse con vida, se hubiera partido en mil pedazos y, a medida que pasaban los minutos en la soledad del despacho, los estuviera perdiendo uno a uno con cada sorbo que le daba a los vasos de coñac que me había servido desde que se fue.

Los ojos que, de un tiempo a esta parte, se habían desbordado de amor cuando miraban a Fina, ahora lo hacían de lágrimas. Salen sin esfuerzo alguno, como si, por ahí, intentara escapar aquel dolor punzante que sentía en mitad del pecho.

Estoy rota, devastada, deshecha en esta pena que, intuyo, me va a acompañar el resto de mis días, porque no supe cuidarla...o no pude...o no me dejaron hacerlo.

No la culpo y nunca lo haré. No puedo hacerlo, porque yo la invité a salir de esta jaula asfixiante en la que vivo y de la que yo no puedo huir. Creí que estaba rompiendo, uno a uno, los barrotes de mi cárcel, porque ella me estaba enseñando a hacerlo, pero me ha podido la presión y ahora me quedaré aquí sola, encerrada, para siempre.

Ella lo merece todo. Merece libertad y un amor sin condiciones. Merece ser feliz y yo no puedo darle ninguna de esas cosas. No soy suficiente para ella como no lo he sido nunca para nadie.

¿A quién pretendía engañar queriendo compartir mi vida con un ser tan lleno de luz, de energía y de todas esas cosas buenas que tiene la vida, como lo es ella?

- Fina...- susurro antes de darte otro sorbo más a mi copa.

Porque necesito tenerla en los labios una vez más. Porque me muero por saborear su nombre, su boca, su piel y toda su existencia cada día del resto de mi vida y ya no podrá ser.

Quizás nunca pudo ser. Quizás me he estado engañando a mí misma viviendo en esta ensoñación preciosa en la que ella me ha acompañado y de la que mis circunstancias me acaban de sacar de golpe.

La quiero. La deseo. La amo y siento que siempre será así, pero debo dejarla ir, para que pueda ser feliz. Cómo ya le dije en una ocasión: no hay nada que yo desee más.

Otro sorbo más de coñac y caigo derrotada sobre el cuero verde del sillón que hay frente al escritorio.

Cierro los ojos e imagino otro escenario, uno dónde Fina entra por la puerta y me dice que aún me quiere y que no importa que yo viva atrapada dentro de mi apellido. Lo odio. Odio ser una de la Reina, odio sentirme obligada con esta familia, con esta empresa y con este apellido que ha resultado ser una maldición.

Unos nudillos golpean la puerta y mi corazón vuelve a latir creyendo que, quién está al otro lado, es quién le hizo soñar que la felicidad era posible. Creyendo que era ella.

- Adelante. - farfullo como puedo. Creo que he bebido de más, pero sonrío con la esperanza de que todo este dolor, se vaya cuando entre Fina.

Me incorporo un poco, intentando mantener la compostura que perdí cuando se fue del despacho.

Cuando al fin se abre la puerta, siento como si la realidad me golpeara en mitad de la cara y vuelvo a caer sobre el respaldo del sillón, con los ojos cerrados y me termino, de un solo trago, la copa que ha sido mi compañera este rato a solas.

- Cariño, ¿qué haces aquí a estas horas? - le escucho preguntar.

- Beber. - contesto abriendo de nuevo los ojos y mirando a mi marido con el fuego tatuado en ellos, mientras agito mi vaso, en el que ya solo quedan dos rocas de hielo que tintinean con el movimiento. - ¿No lo ves?

- Marta, ¿qué ha pasado? - pregunta lleno de preocupación mientras avanza hacia mí.

- ¡No te acerques! - le digo, tajante y hago que pare en seco. - No quiero que te acerques a mi. - repito arrastrando las palabras.

Todos los ojalá.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora