Libre de Castigo

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Suerte que alcanzó el taxi, una mujer de mediana edad estuvo a punto de robárselo.

—A la Calle Ervedelo —le dijo al taxista una vez se acomodó en el asiento trasero. Vio a la mujer fruncir el ceño por el cristal y sonrió.

Echó un vistazo a su teléfono, y la ingente cantidad de mensajes y llamadas pendientes la abrumó, obligándole instantáneamente a bloquear la pantalla. Contempló la noche desde la ventanilla, intentando dejar la mente en blanco.

Los edificios se sucedían rápido, y las farolas iluminaban las aceras por las que todavía circulaban transeúntes. En noches de primavera era habitual que la gente se quedase hasta tarde en las terrazas de los bares.

—¿Le importa que ponga música? —le preguntó el taxista con amabilidad. Vio que era un hombre mayor, con un poblado bigote blanco y una mirada bonachona.

—Ningún problema —contestó ella con suma cortesía. Lo miró con curiosidad a través del espejo retrovisor y preguntó—. ¿Se puede fumar, verdad?

—Sí, mientras baje la ventanilla.

—Me parece justo.

Buscó la pitillera, escondida en un bolsillo interior de la americana, y sacó su décimo cigarrillo. Últimamente fumaba más de la cuenta, pero dadas las circunstancias era normal.

—¿Cómo se llama? —preguntó el taxista de pronto, tras subir el volumen de la radio.

—Me llamo Julia.

—Yo soy Gabriel, encantado. —Julia asintió, sonriendo, y torció la vista de nuevo hacia la calle. De esa manera le hizo saber que no le apetecía hablar—. ¿Le puedo preguntar de qué trabaja? —Gabriel hizo caso omiso de la señal.

—Si no le importa, preferiría no hablar, estoy un poco cansada —respondió Julia con educación—. Y no trabajo, me dedico a disfrutar de la vida.

—Entiendo —dijo Gabriel—. Entonces ¿tiene usted mucho dinero?

—¿Me ha oído? No me apetece conversar.

—Es que me suena su cara, pero no sé de qué.

—He salido recientemente en televisión, puede que sea eso —contestó Julia con frialdad.

—Bueno, da igual, si no quiere hablar lo entiendo.

—Gracias.

Julia le regaló una sonrisa forzada y el taxista pareció notarlo. Aquella breve interacción le recordó de nuevo el juicio. Sí, había salido en televisión, pero no era por nada bueno, todo lo contrario, lo hacía por algo muy malo. Pero no iba a volver a pensar en ello, estaba cansada.

Además, la habían exculpado, no pudo probarse que ella estuviese conduciendo. Seguir martirizándose no ayudaría a nadie, ni a ella ni a las víctimas ni a la sociedad en sí.

—Se llama Julia Sánchez, ¿verdad?

Gabriel se giró en el asiento y miró a Julia a los ojos. Estaban parados en un semáforo en rojo, pero pronto volvería a cambiar.

—Sí, así es —contestó Julia cortante.

—¿Usted es la que mató a esa mujer y su niña en aquel accidente de tráfico?

—No, me exculparon. No se pudo probar que conducía, porque, de hecho, no conducía.

—¡Vaya! —exclamó Gabriel—. Eso no lo sabía.

—Pues sí. —Julia miró al frente y vio el semáforo en verde—. Puede continuar, casi hemos lleg…

—¿Se acuerda de como se llamaban?

Voces del AbismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora