INMISERICORDE

11 2 19
                                    

Albert tomó su espada por la empuñadura con firmeza, la sustrajo del hombre tendido en la carretera, le sorprendió ver que siguiera con vida, ya que al sacarla de su costado gimió del dolor que le provocó que el filo de la hoja emergiera de su carne. La sangre fluyó con más intensidad.

—Eres fuerte —dijo Albert, tenía algo de pena por él—. No basta ser fuerte.

En la montura de su caballo cargaba una alforja de cuero, de la cual sacó un paño para limpiar la sangre de su espada. Su ropa se había arruinado, pero no era algo que le molestara, todo lo contrario, parecía sentirse cómodo con el rastro de sangre en sus vestiduras; después de todo no era suya, cosa que le daba alivio.

La agonía del hombre era silenciosa, aunque trataba de balbucear algo, pese a que Albert no se esforzaba en escucharle. Envainó su espada y cabalgó de regreso.

Hannah tranquilizó a su caballo Miltos, con las últimas pasas que quedaban en su bolsillo. Ella acarició lo largo de su cara y se acercó haciéndole sabe que todo estaba bien. Sin embargo, aún había una cosa más por atender. Wade mantenía atado a su látigo al hombre de la nariz rota, que se cansaba de suplicar piedad.

Ella levantó la daga de Noah que cayó al piso cuando fue derribada, y se dispuso a terminar lo que habían iniciado.

—Tuviste la oportunidad de desistir, pero elegiste atacar —dijo Hannah—. Se acabaron las oportunidades.

—Queríamos el caballo. —Sabía que negociar con Hannah era inútil, pero tal vez Wade y Albert podían librarle, así que trató de explicarles a ellos—. Todo fue por el maldito caballo.

—Por este caballo acabaría con mil hombres como tú si fuese necesario —dijo ella—. Tal vez al principio querías mi caballo, pero cuando volviste querías venganza.

—Hannah, guarda la daga —interrumpió Albert—. Deja que Wade se haga cargo.

Wade volteó a mirarle atónito frente a la inesperada orden de Albert.

No era personal, Hannah podía prescindir de hacerlo ella misma, incluso pensó en dejarle ir, pero aquel hombre había regresado una vez y no podía arriesgarse que apareciera de nuevo; sin embargo, la idea de Albert era la que menos le agradaba.

—No lo involucres en esto. —Se opuso ella de inmediato.

—Ya está involucrado, míralo. Tiene que hacerlo él.

—Es demasiado joven —insistió con furor.

—No existen jóvenes en Vardhul, sólo hay niños y hombres. —Albert clavó su mirada en él—. Wade, ¿eres un niño?

—No, señor. —Se percibía en su voz que trataba de ser fuerte y no defraudarle, pero el temor se avistaba en sus ojos.


Hannah tenía tres hermanos, el mayor de ellos era un poco menor que Wade, su nombre era Liam; no eran semejantes en apariencia, pero despertaba en ella un instinto de protección sobre él similar al que tenía por sus hermanos.

—Es mi pelea —dijo Hannah—. Yo no te llamé. Estás maldito, Albert, siempre que intentas hacer algo bueno, ocasionas un mal peor.

Hannah cortó el látigo de Wade que ataba a su atacante con la daga, él agradeció con un gesto que perdonara su vida, luego salió corriendo de allí como pudo y no miró atrás.

—Saben los dioses lo que estos hombres te harían si no llegábamos a tiempo —dijo Albert irritado—. Ibas a matarlo, ¿por qué lo dejaste ir?

—Tal vez con una muestra de clemencia pueda salvar a Wade de ti. —Hannah no titubeó en responderle—. Eres veneno y dañas todo lo que te toca.

Las Sombras del ReinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora