LA POSADA DE UMERGUT

6 3 0
                                    


En un palco se encontraba un joven trovador practicando una canción en la cítara de cuerdas, tarareaba al hacer sonar el instrumento descubriendo una melodía, descansaba para tomar cerveza, otras veces se detenía a escribir sus letras en hojas de papel; tenía tinta y en su sombrero guardaba unas cuantas plumas, estaba hecho de cuero teñido de negro, de copa no era muy alto, pero de ala era ancho y con un sutil doblez hacia arriba.

Hannah entró por la puerta que lindaba con el establo.

A lo lejos escuchaba al trovador y la charla de un grupo de hombres que conversaban alrededor de una de las mesas mientras bebían ron desde temprano.

—No sería el primer Lord que intentan matar. —Escuchó decir a uno de ellos—. Si haces cuentas sabrás que no se puede ser Lord sin al menos tres intentos de asesinato.

—Tienes razón —contestó otro antes de tomarse un trago amargo de licor—. Se dice que el rey Gabrael ingería pequeñas dosis de veneno para hacerse inmune con el tiempo, sin embargo, lo atravesó una espada.

—Nadie es inmune al filo de una espada. —Todos soltaron una carcajada.

—Así es como debe morir un hombre —dijo al simular un corte en su pecho—. Bañado en su sangre y con el filo del acero entre la carne. Ningún hombre puede llegar al Dhaera sin una muerte digna.

Hannah se percató de un hombre solitario mirando por la ventana, no lo habría notado de no estar buscando al comprador con el que Egard encontraría en la posada. En el silencio aquel extraño resultaba imperceptible.

Umergut se hallaba conversando amistosamente con sus trabajadoras junto al fogón donde preparaban algo para comer. Todas tenían delantales blancos y sus cabellos recogidos en un moño alto. Sin duda la mayor era Umergut, una mujer grande de casi cuarenta años de caderas anchas y brazos fuertes. Conocida por contagiar a los demás con su alegría y su amabilidad.

El estofado de Umergut era popular entre los pobladores humildes de la capital. Su receta eran los guisantes que al fuego lento se convertían en un caldo burbujeante, picaba encima de la cazuela pequeños trozos de apio, zanahoria, nabos, espárragos y cebollas; procurando que el hueso de espinazo, el jarrete y las mollejas de animal liberaran todo su sabor.

Así se levantaba un olor a guiso todas las tardes en la posada.

Cuando Umergut vio a Hannah se levantó de su silla con emoción y caminó hacia ella para recibirla con un acogedor abrazo. Era una muchacha delgada, así que la rodeó con los brazos como a una niña pequeña.

—Querida Hannah, que bueno verte, ¡Mi hermano Vainer no me avisó que llegaste!

—No parecía muy contento de verme por aquí.

—No le hagas caso. Vainer no es más que un viejo cascarrabias. —Umergut la invitó a sentarse en la barra mientras ella iba hasta el mostrador a tomar uno de los vasos para limpiarlo y servir algo de cerveza—. Dice tantos disparates últimamente.

—Tal vez —dijo Hannah forzando una sonrisa.

Umergut conocía al padre de Hannah hacía más años de los que sabía contar. Al igual que otros campesinos, Talier, se llegaba a alojar en la posada cuando iba a hacer negocios en la ciudad, tal fue la costumbre que incluso los días que no se quedaba pasaba a saludar a Umergut y al viejo Vainer, y de paso probaba el estofado.

—¿Vino tu padre? —preguntó Umergut acercándole la cerveza a Hannah.

—No, estoy yo nada más.

—Veo que necesitas cambiarte, usa el cuarto de atrás hasta que tenga una habitación para ti.

Hannah tomó un trago que sació la sed de su garganta, luego volteó a ver al hombre silencioso junto a la ventana. Parecía ausente, no sólo porque su presencia no era notoria, sino que su mente estaba lejos de la posada, ni siquiera las fuertes risotadas de los hombres en la mesa le sacaban de sí mismo.

Las Sombras del ReinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora