Capítulo 4

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A Kawaki podía llamársele un castigo divino, al cual aún no le encontraba un por qué, pero era una duda que se le había reinstalado en la mente apenas había abierto el ojo esa mañana

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A Kawaki podía llamársele un castigo divino, al cual aún no le encontraba un por qué, pero era una duda que se le había reinstalado en la mente apenas había abierto el ojo esa mañana. Cuando fue a sacar a sus perros al parque, con el frío en la nariz y la alergia, se lo preguntó y, cuando el panadero lo atendió, empaquetándole una orden atípica de tres bollos dulces y un baguette, también se lo cuestionó. Ese Dios ente regulador del mundo estaba que se equivocaba de guerrero. Él ya había padecido miserias desde niño, ya había sufrido los sinsabores de ser papá joven por una fiesta de locos, ya había sudado sangre por escalar al puesto en que estaba y, en esos últimos años, ya su ex lo había exprimido sentimentalmente suficiente. «¿Qué más quieres?».

Colocó la sartén en el fuego, haciendo chillar los metales, y vació un chorro de aceite de palta. Estaba cansado de ser el guerrero favorito que, a pesar de todos los malos tratos, no agachaba la cabeza. Seguía siendo un tipo bonachón: de carácter dócil y amable, que para algunos rozaba lo tonto, y de nuevo lo demostraba al estar preparando unos huevos revueltos para un niño que, ayer en la noche, le había escrito a exigirle el desayuno con su dosis extra de malcriadez. «Como si no fuese suficiente lo de la oficina», renegó con el agrior en la boca, mientras terminaba de echar los cubitos de jamón inglés.

Cuando se había levantado, se había prometido no ceder, no comprar nada atípico a su desayuno normal de dos tostadas con mantequilla y té negro, pero apenas el panadero le había preguntado amablemente por su orden, se le había escapado a él también la cordialidad de toda la vida y había sucumbido a su terquedad natural por redimir almas perdidas. Estaba preparando un desayuno americano, tal cual se lo habían pedido.

«Esto es un castigo por lo de mis hijos», concluyó, por no haber estado tan presente en los torbellinos de su propia sangre, por no haberse casado con la muchacha que lo violó en la fiesta de locos —preso de la borrachera— y por no haber asistido a muchos de los cumpleaños de sus mellizos; por esos lados estaba pegándole el castigo.

Volteó a la puerta apenas escuchó los ladridos de sus perros, uno tras otro, recibiendo pronto la llegada de Toki, el soplón de la manada. Cada que sucedía algo en su casa, él llegaba para llevarlo a la escena del crimen. Naruto se limpió las manos con un trapo de cocina y salió a recibir a la visita después de recordarles las normas a sus perros: no mordidas al aire, no ladridos a destiempo. Abrió, sosteniendo con firmeza la puerta por las narices curiosas de sus perros entre las piernas, y dejó su sonrisa cordial por una que bailaba entre la emoción y el desconcierto. Sasuke estaba allí, con un buzo deportivo y una raqueta, como hace tres meses cuando iban a jugar frontón.

—¿Ho-hola? —dijo al reaccionar.

—Veo que al menos no te has entregado por completo al abandono.

Naruto estaba cambiado, con un buzo de casa y su polo blanco que, a mediodía, se iba a convertir en gris por su imperdible fin de semana de limpieza profunda.

Naruto | Kawaki :: Testimonio de los perdidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora