Cael

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Una imponente camioneta Chevrolet del año 1968, transformada en una bestia de carretera con llantas de camión monstruo, avanzaba con estruendo por el extenso páramo. La máquina, rugiente y poderosa, llevaba un contenedor de carga en la parte trasera, sostenido por un par extra de llantas que la hacían parecer una criatura sacada de un apocalipsis mecánico. Al volante, con una expresión decidida aunque oculta tras una máscara de gas, iba Coyote, un hombre de veintiséis años de edad.

Coyote tenía un cuerpo imponente: gordo y fornido, su corpulencia no ocultaba los músculos de sus brazos y piernas, que revelaban horas de trabajo y lucha en ese mundo hostil. Vestía una musculosa negra que dejaba al descubierto sus brazos tatuados, una hombrera del mismo color reforzada con placas de acero que brillaban a la luz del sol abrasador, y unos pantalones vaqueros desgastados pero resistentes. Sus botas militares, cubiertas de polvo y barro, resonaban con cada movimiento, y un chaleco antibalas completaba su apariencia de guerrero solitario.

Su rostro, enmarcado por la máscara de gas que dejaba ver sus ojos determinados y calculadores, mostraba signos de haber visto más de lo que cualquier hombre debería. El cabello castaño, largo y lacio, atado en una coleta, ondeaba con el viento caliente que se colaba por las ventanas del vehículo, trayendo consigo el aroma seco y polvoriento del páramo.

El paisaje era desolador; el horizonte se extendía interminable, una vastedad salpicada de arbustos secos y rocas erosionadas por el tiempo. El motor de la Chevrolet rugía, llenando el silencio del páramo con su ronroneo constante, mientras Coyote avanzaba sin dudar, su mirada fija en algún punto distante.

Coyote estiró su mano hasta el asiento del copiloto, un espacio ocupado por varios objetos que reflejaban su vida errante y peligrosa. Allí reposaban pequeños viales que contenían un espeso líquido rojo, cada uno un misterio en sí mismo. Junto a ellos, una escopeta recortada modificada, con la culata desgastada y los cañones cortos y amenazantes. También había un gran y grueso gancho de treinta centímetros, un instrumento de utilidad variada, y varias botellas de agua, cada una con unos extraños rectángulos en las bocas, lo que indicaba algún tipo de filtro improvisado o sistema de purificación.

Sin despegar la mirada del camino polvoriento y lleno de peligros, Coyote tomó una de las botellas. Con una precisión casi mecánica, conectó la entrada de la botella a una apertura en su máscara de gas. El agua salió a presión, hidratando al hombre, cuyo cuerpo estaba constantemente sometido a la exigencia del páramo hostil. Satisfecho, volvió a dejar la botella a su lado sin apartar la vista del horizonte.

Con una mano todavía en el volante, Coyote tomó un viejo cassette de la guantera y lo introdujo en el estéreo anticuado que ocupaba el tablero de la Chevrolet. Un sonido familiar llenó el interior del vehículo mientras los altavoces comenzaban a reproducir su canción favorita: "Bundy". El ritmo de la batería inundó la cabina, y Coyote comenzó a mover la cabeza lentamente al compás de la música, sintiendo cómo cada nota resonaba en su interior.

Pisó a fondo el acelerador, y la camioneta respondió con un rugido feroz, acelerando a través del terreno irregular. La melodía se mezclaba con el rugido del motor, creando una sinfonía salvaje que acompasaba su viaje solitario. La velocidad aumentaba, y la adrenalina recorría su cuerpo.

Al voltear a ver el retrovisor, Coyote notó que dos motocicletas deportivas con llantas para motocross lo seguían. Los vehículos, rápidos y ágiles, eran conducidos por dos hombres delgados. Uno vestía un overol sucio y desgastado, mientras el otro llevaba ropa casual y una gorra que lo protegía del sol inclemente. Ambos manejaban sus motocicletas con una mano, pues con la otra sostenían un par de arpones, listos para atacar.

Coyote, con un instinto agudizado por la experiencia, bajó la velocidad de la camioneta, permitiendo que uno de los motociclistas se pusiera a la altura de la cabina. El hombre, con una mirada decidida y feroz, levantó su arpón, apuntando directamente hacia la cabina con la intención de abordar el vehículo. Sin embargo, lo primero que vio fue el doble cañón de la escopeta recortada de Coyote, que estaba ya en posición, esperando. Con un estruendo atronador, el disparo resonó en el páramo. El cuerpo sin cabeza del bandido salió volando de la motocicleta, mientras esta se estrellaba contra una roca, convirtiéndose en un amasijo de metal retorcido.

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