Sacrificio

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Mía y Julieta descansaban en el interior de la caverna, sus cuerpos recostados sobre el viejo sillón de Alexa y sus respiraciones acompasadas resonando en el espacio vacío. La penumbra del lugar era rota solo por el tenue resplandor de una linterna de aceite, cuyos últimos destellos iluminaban fugazmente los rostros cansados de ambas mujeres. Afuera, el viento aullaba con una ferocidad salvaje, como si la misma naturaleza llorara una pérdida irreparable.

A unos cuantos kilómetros de distancia, Coyote se encontraba en una misión solitaria y sombría. Con un esfuerzo titánico, había arrastrado el cadáver de Alexa por el páramo árido hasta su colina favorita, un lugar donde ambos solían pasar largas noches platicando bajo el manto estrellado. Allí, en la cima de ese refugio de recuerdos compartidos, Coyote se dispuso a darle a su amiga el descanso eterno que merecía.

Armado con su fiel gancho de acero, Coyote comenzó a cavar un hoyo en la tierra seca y compacta. Cada golpe del gancho resonaba en el silencio del desierto, marcando el paso lento y doloroso del tiempo. El sol implacable descendía en el cielo, observando impasible su labor. Las horas se desvanecían, y el día se transformaba en un tormento interminable de sudor, lágrimas y esfuerzo inhumano.

Al caer la noche, la oscuridad se cernió sobre la colina, envolviendo el paisaje en un manto de sombras. Finalmente, la tumba estaba terminada, y Alexa yacía en su descanso final, cubierta por la tierra que Coyote había removido con tanto esmero. Exhausto, con los músculos adoloridos y el estómago vacío, Coyote se dejó caer junto a la tumba. La fatiga y el dolor de la pérdida lo invadieron por completo.

Con los ojos enrojecidos y secos de tanto llorar, Coyote cerró los párpados. Las lágrimas habían cesado, pero el vacío en su corazón permanecía. Bajo el cielo estrellado, tan familiar y ahora tan indiferente, Coyote se quedó dormido, abrazando el suelo donde su amiga descansaba, en una vigilia silenciosa que solo el verdadero cansancio puede otorgar.

Apenas algunos minutos después de que Coyote conciliara el sueño profundo, un suave temblor recorrió la colina, perturbando la quietud de la noche. Una pequeña lagartija, alarmada por el sutil movimiento de la tierra, buscó refugio bajo el corpulento cuerpo de Coyote. El contacto repentino y la sensación del temblor lo despertaron bruscamente. Desconcertado y aún medio dormido, parpadeó varias veces tratando de despejar la niebla del sueño que lo envolvía.

El temblor persistía obligándolo a incorporarse. Con el corazón acelerado y la mente alerta, Coyote se asomó por el borde de la colina. Sus ojos, adaptándose a la penumbra de la madrugada, distinguieron a lo lejos un resplandor inusual en el horizonte.

Era un montón de luces, un enjambre de faros que avanzaba lentamente, como un río de luciérnagas en la noche oscura. La caravana de Trejo se acercaba, sus vehículos rompiendo la calma del desierto con su brillo intrusivo.

Coyote comenzó a correr, la urgencia dictando cada uno de sus movimientos mientras el sonido de sus perseguidores se intensificaba a sus espaldas. La colina y el terreno irregular apenas ralentizaban su avance, impulsado por el instinto de supervivencia y la necesidad de proteger a las dos personas que esperaban en la caverna. 

Irrumpió en la caverna de forma repentina, su entrada brusca rompiendo la frágil quietud del lugar y despertando a Mía y a Julieta, que dormía en los brazos de su madre.

—¡Ya vienen, tenemos que irnos! Suban a la camioneta, ¡ahora! —ordenó Coyote, su voz cargada de desesperación.

Mía, con el rostro marcado por el cansancio y la resignación, murmuró con la mirada baja:

—Nunca nos dejarán de seguir.

—No, si cruzamos la frontera... ¡Los créditos! —exclamó Coyote, su voz adquiriendo un tono frenético mientras comenzaba a buscar desesperadamente. Los créditos que había dejado a Alexa para pagar el peaje de la frontera no estaban por ningún lado. Los carroñeros que habían asesinado a Alexa, los habían robado.

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