Mutágeno

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Tres semanas habían pasado desde que Coyote y Julieta se habían separado de Mía. El tiempo transcurrido había sido una mezcla de lucha, aprendizaje y adaptación. Coyote, con su chaqueta de cuero con las mangas cortadas descuidadamente por encima del codo, pantalón verde de camuflaje militar y botas negras de seguridad, se había convertido en un mentor firme y protector para Julieta. Ella, vestida con una camisa negra de manga corta, fajada en su pantalón de mezclilla desgastado, un par de zapatillas deportivas de nylon y una gorra con una gallina bordada que ocultaba su cabello recogido para hacerla pasar por varón, seguía cada instrucción con atención y determinación.

—Recuerda, martilla siempre luego de cada disparo —dijo Coyote mientras observaba a Julieta apuntar a un cactus en la distancia. Su voz era firme pero paciente, un eco de la supervivencia que ambos habían adoptado.

—Sí, ya sé —respondió Julieta, martillando el arma antes de presionar el gatillo. Sin embargo, no salió ninguna bala, ya que no podían desperdiciar recursos; en cambio, solo se oyó un click. El sonido resonó en el aire caliente del desierto, marcando otro paso en el entrenamiento de Julieta.

—Muy bien —asintió Coyote, satisfecho con la precisión y el enfoque de la niña—. Ahora, imagina que tienes un objetivo real. Mantén la calma y la concentración, incluso si el peligro está cerca.

Julieta asintió, sus ojos serios y decididos. El mundo en el que vivían requería habilidades que una niña nunca debería necesitar. Coyote veía en ella una fuerza creciente, una resiliencia que lo llenaba de orgullo y esperanza.

—Bueno, sigamos. Ya comimos, ya practicaste —dijo Coyote, dirigiéndose a la motocicleta. El vehículo ahora estaba completamente modificado, equipado con un sistema de vapor, llantas todo terreno, suspensión hidráulica mejorada y compartimentos de equipaje donde guardaban sus provisiones.

La motocicleta avanzaba por el páramo, siguiendo una vieja carretera devorada por la arena. Coyote observaba cada viejo letrero en el camino, guiándose por los restos del pasado.

—Estamos cerca de la frontera —comentó Coyote, leyendo un cartel oxidado y medio enterrado en la arena.

—Oye, Coyote, enséñame a leer —solicitó Julieta, abrazada al hombre mientras el viento les azotaba el rostro.

Coyote sonrió bajo su mascara de gas, una sonrisa que Julieta no pudo ver, pero que sintió en el cambio de tono de su voz.

—En Canadá tendremos mucho tiempo. Lo usaré para enseñarte todo lo que sé —respondió Coyote, con una mezcla de promesa y esperanza en su voz.

El paisaje árido continuaba desplegándose ante ellos, con el sol cayendo lentamente hacia el horizonte. Los últimos rayos del día pintaban el cielo de un anaranjado intenso, una belleza que contrastaba con la dureza del terreno. A medida que avanzaban, Coyote mantenía la motocicleta firme, sorteando los obstáculos y asegurándose de mantener el rumbo correcto.

Julieta, a pesar del cansancio, se sentía segura y protegida junto a Coyote. Su petición de aprender a leer era una señal de su deseo de un futuro mejor, un futuro que ambos soñaban con alcanzar en Canadá. Coyote, por su parte, veía en ella una razón para seguir luchando, para no rendirse ante las adversidades.

Al entrar en un campo de dunas, el paisaje desolado se extendía ante ellos, un mar de arena que se movía con el viento, creando formas caprichosas y cambiantes. Coyote, con el sol abrasador cayendo a plomo sobre ellos, observó por el retrovisor de la motocicleta y vio un reflejo cegador en la distancia. A medida que sus ojos se ajustaban, distinguió un grupo que se acercaba rápidamente.

Liderando el grupo, un Camaro del año 1970 avanzaba con un rugido feroz. El vehículo había sido modificado brutalmente: un parachoques reforzado con espinas metálicas, blindaje exterior oxidado que aún mostraba signos de antiguos combates, llantas todo terreno que trituraban la arena con facilidad, y un alerón desde el cual ondeaba una bandera negra, desgarrada y polvorienta, agitándose con el viento. El conductor del Camaro, vestido con ropa de cuero tachonado y un casco modificado con visores tintados, giró la cabeza hacia su compañera, una mujer con una falda corta desgastada y una chaqueta de cuero abierta que dejaba ver cicatrices de batallas pasadas.

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