0 ➤ Prólogo

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Desde la misma oscura calle se podía hallar un poco de luz en lo que había de faroles. La gente dormía placidamente en sus hogares, soñando con lo que de seguro era dinero. Pero entre toda esa gente, se encontraban excepciones. Excepciones que pasaban desde delincuentes a drogadictos, gente no muy normal que por causas de su vida tenía que vivir en la calle. Era una variedad total.

Pero me pregunto, ¿yo que era de toda esa gente? Supongo que alguien normal, alguien normal que se animaba a salir de noche pensando encontrar esa paz que buscaba. 

Creía encontrar lo que en el día no. Quería hallar ese silencio que buscaba, alejado al ruido de los vecinos, de los autos, pero lamentablemente era un gusto que solo me podía dar los fines de semana.

Puede sonar raro, en especial viniendo de alguien que sale a las una de la mañana pensando que toda la calle es un zoológico o algo por el estilo, pero lo juro, es como entrar a el domo de un grupo de monos, monos que te ofrecen bananas sin parar.

Cada viernes y sábado, cada vez que salía a estos paseos nocturnos y me sentaba en algún lugar, me encontraba a más de un conocido, amigo o hasta vecino ofreciendome algún cigarro o un porro. Eran amigables, pero no soy alguien para entrar al vicio solo por unas buenas palabras. Solo soy un joven de 18 años, que desea un futuro y lograr lo que su madre no pudo, darle vida a su hijo (Futuro hijo, si es que puedo).

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Llegaba cerca de las 3 de la mañana a casa, solo hoy hice una excepción llegando a las 2, pues, era domingo y tenía que trabajar mañana. Siempre llegaba con un hambre digno de una cena familiar, pero me conformaba con unos fideos con salsa, lo suficiente como para dormir y despertar de buena gana.

Mi padre, el único que fue atento a mi durante mi preadolescencia y adolescencia, me enseño a cocinar un par de cosas. Concervaba un bloc de notas de él, era bastante viejo, seguramente tenía unos 6 años desde que me lo dió. Dentro de él, habían notas suyas de su trabajo el cual era la minería. Pero aparte de cosas de su trabajo, habían cosas que había escrito para mí, como si hubiera sabido que unas simples gemas lo paralizarían.

El tenía escrito distintos mensajes motivadores (dirijidos a mi, obviamente) que usualmente decían; "¡Edgar, cuida de tu madre y lograrás lo que desees!" o otros como; "Cuida de ella, por favor, es lo único que me quedaba, y seguro será lo único que te quedará a tí", y dirán, ¿que de motivador podría tener una nota tan depresiva? Pues, era lo único que me motivaba a visitarla.

Mientras preparaba mis fideos, podría contarles como eran aquellas visitas. Llegaba con un ramo de flores, usualmente no se le podrían considerar ramos debido a que eran solo 3 flores. Ella estaba en su asiento, leyendo novelas de amor. Yo me acercaba y la saludaba con una sonrisa, ella me saludaba y me preguntaba sobre mis ojeras.

Solía responder que era por mucho trabajo, pero sé que ambos sabemos que eran por mis salidas los fines de semana (Ambos reíamos por eso de vez en cuando). Sinceramente, mi padre siempre había tenido razón, ella era lo único que me quedaba y al parecer, lo único que siempre le quedo a él. Cuando me sentaba en el sofá de mi madre para leer junto a ella, podía observar de reojo que tenía un gran florero sobre la mesa del comedor, donde guardaba cada flor que yo le llevaba. Eran sus muestras de afecto, sus pequeños cariñitos que ella me ha dado durante toda mi vida. 

Pero dejando eso de lado, puedo contarles de forma resumida lo que ocurría despues de leer toda la tarde. Cerca de las 6 bebíamos café, ella me daba de su pan casero, sabroso y suave como siempre. Yo le hablaba del trabajo, de el señor Griff y su avaricia, ambos reíamos como siempre. Pero siempre, siempre que yo estaba a punto de irme, ella se bajoneaba. Quería quedarme con ella, darle el amor que mi padre no pudo, mantenerme al tanto de su salud y todo, pero tenía problemas al igual que ella, problemas que debía solucionar.

Con eso en mente, me iba de su hogar, con una media sonrisa.

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Quisiera que hubiera sido así siempre, pero como ocurre en la vida, uno tiene que despedir. 

Ya estaba yo comiendo, con la mirada perdída en la puerta de mi hogar, en las paredes grises con imagenes de familia y algunas fotos que conserve de que compré la casa. Cuando pasaba cerca de un mueble con carpetas, documentos, etc (Cosas que tenían que ver conmigo, por cierto), veía su rostro, su rostro jóven al lado del mío y el de mi padre, felíz y trayendo su saludo mañanero, de la tarde, y de la noche. 

Como dije, quisiera que hubiera sido así siempre, pero como ocurre en la vida, uno tiene que despedir. Mi madre falleció sola, ese día tenía día libre. Corrí a verla, esperando saborear su pan y las novelas que leíamos. Pero cuando tocaba la puerta, nunca recibí respuesta.

Llamé a los vecinos y me dejaron entrar por la ventana que conectaba el exterior de su jardín con el interior de su vivienda, y al entrar, la pude encontrar en su sofá. 

Ella parecía leer con la misma sonrisa de siempre. Al lado, una foto de mi padre se encontraba en el segundo asiento de su sofá. Corrí a tomarla de las manos, su mirada perdída, su tacto helado, había subido al cielo y sola. La abrazé y le di un último beso en la frente, llorando con toda mi pena contenida.

Sabía que ella algún día iba a volver, sabía que me lo diría por última vez, yo lo sabía.

Sabía perfectamente que algún día ella me díría como todas las tardes;

"Gracias por todo, Edgar."

𝑫𝒆𝒕𝒓𝒂𝒔 𝒅𝒆 𝒕𝒖 𝒔𝒐𝒏𝒓𝒊𝒔𝒂 - 𝑬𝒅𝒈𝒂𝒓 𝑿 𝑪𝒐𝒍𝒆𝒕𝒕𝒆Donde viven las historias. Descúbrelo ahora