Nos gusta la fruta

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‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —¡No! ¡No! ¡Aleja eso de mí! —El pequeño Enri gritaba y corría en círculos por un pequeño descampado, perseguido por su prima, Nerea, quien balanceaba en su diminuta mano una lagartija larga y anaranjada que se retorcía en el aire, buscando recuperar el equilibrio con sus tres patas libres y su cola.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —¡Si no vas tú, te pasaré esta lagartija por la cara, y luego la pondré entre tu ropa! ¡En tus calcetines! —contestó ella.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ Se llevaban casi dos años de edad, y ella, la mayor, siempre le hacía jugarretas a Enri, de siete años. Aunque él se esforzaba por escabullirse de los apuros en los que su prima trataba siempre de meterle, a ojos de los adultos ambos niños eran revoltosos y traviesos. "Sobre todo Enri", decía el padre de la niña a su esposa, "siempre se las apaña para meter a nuestra pequeña Nerea en problemas. Un día de estos se van a hacer daño, y como eso pase, haré que los echen del pueblo. A él y a la arisca de tu hermana".

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ Enri tropezó y cayó al suelo. Nerea aprovechó entonces para acercarle la lagartija a la altura de los ojos.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —Vamos, no seas cobarde. —se quejó ella con fastidio.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ El niño pegó un grito y rodó en dirección contraria. Cuando abrió los ojos de nuevo, se encontró frente a las rejas de metal oscuro de la casa de la "Vieja Tenebrosa". Se puso en pie y tiritó un poco, luego respiró hondo y se tranquilizó. Nerea se había encaprichado por gastarle una broma a la anciana solitaria que vivía, a sus ojos, en una mansión descuidada, con la pintura blanca caída y las esquinas de las paredes comidas por un rosal que había crecido más de la cuenta, pero que aún así carecía de rosa alguna.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ En el pueblo se contaban historias grotescas y terroríficas acerca de la señora. No ayudaba, además, que los pocos niños que la habían visto a través de la ventana, la describieran usando siempre las mismas ropas y haciendo los mismos gestos extraños.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ La habían visto una vez contando algo con los dedos, mientras se movía en círculos baldosa por baldosa, y se agachaba para pintar en el suelo unas cruces con una extraña mezcla que guardaba en la mano que no contaba.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —¿Y si me come? —preguntó Enrique, temeroso.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —No lo hará, la Vieja Tenebrosa sólo come fruta. —Nerea sonaba muy segura de sí misma, aunque no lo suficiente como para ir ella en lugar de su primo.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —Pero Marcos me ha dicho que esas frutas las saca de los árboles que planta sobre los niños que entran en su jardín.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —Marcos es un mentiroso —Llevó su vista al cielo, casi desesperándose por la conversación—. Dice eso para asustarte.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ Él notó que Nerea se estaba enfadando, o más bien impacientando, por todas las excusas que trataba de poner. Y si bien era cierto que Marcos había conseguido asustarle, más miedo le daba su prima cuando se enfadaba. Comenzó a reunir el coraje en su interior, e incluso trató de trabajar en un plan para lograr su objetivo: robarle la cesta de frutas a la Vieja Tenebrosa y volver sin ser atrapado.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —¡Venga! —dijo Nerea, empujándolo contra la verja.

‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ El enrejado de hierro cedió con un pequeño chirrido que sumió a los niños en la quietud y el silencio. La puerta nunca estaba abierta. Por lo menos, nunca lo parecía. Desde lejos se presentaba aquella casa como una morada de cimientos impenetrables, de zarzas puntiagudas y de camino pedregoso. Así como estaba, mal cuidada y envejecida, imbuía a los niños y a los forasteros de un sentimiento intranquilo y angustioso. Por la noche, su presencia fantasmagórica serpenteaba por entre los barrotes y las plantas, rozando los tobillos de los más atrevidos y curiosos. Aquello conseguía disuadir a cualquiera que pensase en acercarse a la entrada, manteniendo su apariencia intacta, completamente cerrada e inaccesible.

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⏰ Última actualización: Jun 19, 2024 ⏰

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