"Un gran vuelo de cuervos mancha el azul celeste.
Un soplo milenario trae amagos de peste.
Se asesinan los hombres en el extremo Este.
¿Ha nacido el apocalíptico Anticristo?
Se han sabido presagios y prodigios se han visto
y parece inminente el retorno de Cristo.
La tierra está preñada de dolor tan profundo
que el soñador, imperial meditabundo,
sufre con las angustias del corazón del mundo".
—Canto de esperanza, Rubén Darío.I
Por aquellos lares, la ciudad no se había extendido y era probable que jamás lo hiciera.
El mundo podía evolucionar, retroceder a tiempos pasados o incluso arder hasta que no quedara rastro de seres vivientes sobre su superficie, y aún así, en aquella zona, los páramos no dejarían de lucir vivos, extensos e ilimitados como el tiempo mismo. Llenos de vida a pesar de no haber posibilidad alguna de supervivencia.
Los brezales color paja y lavanda continuarían creciendo, los prados verdes bajo la soñolienta niebla y el aroma que la suave brisa emanaba al cruzar de un lado a otro, a flores silvestres, seguiría la misma corriente hasta el final de los tiempos.
El riachuelo, con pececillos de colores, no iba a secarse nunca; la paz que la campiña transmitía a aquella gente que llegaba a caminar o a fijar la vista por sus rincones, perduraría largo rato y el árbol torcido al borde del camino seguiría floreciendo cada primavera y dando frutos cada verano.
Era un árbol verdaderamente hermoso, pero nadie se acercaba. Nadie tomaba asiento debajo de él o se recostaba a leer durante la tarde, bajo la amigable sombra, bajo la luz que cruzaba entre las ramas, las hojas y la fruta. La fruta que nadie volvería a comer.
Nadie se acercaba, por más hermoso que fuera. Emanaba algo extraño de él y causaba que nadie se acercara. Tal vez aquello era bueno, tal vez era por el bien mayor, que aquello que dormía entre sus raíces, permaneciera dormido para siempre.