EL SÓTANO

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Nunca podré olvidar aquella experiencia dentro del sótano de Nolan Baldrich. Un lúgubre sitio impregnado de un aire grotesco que, de tan solo echar un vistazo, el olor a muerte rompía cada tejido de mis pulmones. Pero eso no era lo peor y, aunque han pasado años, sigo sintiendo lo mismo cada que cuento esta historia. Es como si aquello que sigue morando bajo esa casa supiera que hablo de él.

Todo comenzó con el arresto de Baldrich. Nunca imaginé —al menos en esos años que fui oficial de la ley aquí en Gritendor—, que fuera él responsable de tales actos. Era un hombre de Dios que nunca faltaba los domingos a misa, ayudaba como voluntario en el hospital general y no tenía vicios, o al menos, eso aparentaba.

Esa noche, las calles y los tejados eran revestidos por una capa escarchada que, a su vez, traía consigo un aire que incitaba a la tragedia, gélido como la muerte, silbando como si supiera lo que pasaría. Baldrich huía con rumbo a Armeny, aunque fue detenido antes de salir de la ciudad. Gritendor era golpeada por una serie de desapariciones, hasta ese día, unas doce personas estaban siendo buscadas por todo el condado, incluso se alertaron a las ciudades de Armeny, Pintrys y Arggon. ¿Cómo dimos con el homicida? Yo sigo pensando que fue suerte. Un intento de secuestro salió mal y la víctima logró escapar de las manos de ese hombre.

Mientras lo trasladábamos con rumbo a la estación, su mirada perdida y su semblante irreconocible, pálido, desubicado, me causaba una sensación extraña, además, desprendía ese olor que mencioné antes. Ese no era Nolan. No podía creerlo, yo le conocía de años, no fuimos amigos, pero era un buen hombre.

Una vez en custodia, el proceso de interrogación comenzó, y es en esta parte donde pediré un alto grado de cordura, porque lo que dijo, nunca pudo salir a la luz. Este suceso llevó a la locura a media estación de policía.

—Nolan Baldrich, se te acusa por intento de secuestro, ¿tú eres responsable de las desapariciones?

Su respuesta fue el silencio absoluto. Era como hablarle a una estatua. Pero después de unos minutos, solo asintió con la cabeza, como si estuviera catatónico y sus reflejos motrices respondieran por él. Aunado a esa acción, sus pupilas se dilataron y su semblante esclareció una sonrisa y pronto soltó un carcajeo que dejó helado a los que observábamos detrás del vidrio de aquel salón de interrogaciones. Entonces, por fin contestó:

—No sé quién es Nolan Baldrich.

Mi corazón latía tan rápido al escuchar aquella respuesta que pensé saldría expulsado de mi pecho. Mi piel erizada al escuchar aquellas palabras provocó un ardor dentro de mi estómago y mi cuerpo comenzó a temblar. Recuerdo las cuencas de sus ojos hundidos y sus dientes estaban manchados de algo negruzco. A pesar de lo que acontecía, el jefe Anderson siguió con el interrogatorio.

—¿Quién eres? —preguntó con seguridad a pesar de su semblante pálido.

—Sótano —expulsó con una voz susurrante—, todo lo que quieren saber, está en el sótano.

La mirada que arrojó hacia la ventana el jefe de policía lo decía todo, algo turbio ocurría, algo muy malo encontraríamos en el lugar al que nos enviaba aquel que decía no ser Nolan Baldrich. ¿Cómo no podía serlo? Era su rostro, su cuerpo. ¡Maldición! Era él. Y cuando Anderson se dio la media vuelta para salir, el hombre trastornado —aun estando esposado—, logró arrebatar del cinturón del oficial el arma que portaba. Todos fuimos testigos de un acontecimiento que marcaría la historia de Gritendor. El disparo ensordeció la estación, y los sesos del presunto homicida pintaron los muros y el rostro de nuestro sheriff. Las luces bajaron su intensidad eléctrica y el caos dentro se esparció por cada rincón, por cada celda. El capitán tomó aire, se limpió la sangre del rostro y nos mandó a donde no queríamos.

Arribamos en la casa, pero nadie quería bajar de las patrullas. Así que opté por ser el primero para incitar a proceder. Sucedió, comenzaron a bajar. Y si, nada estaba bien, había algo dentro esperándonos. El ambiente lo decía todo, ese olor profanando el aire y la brisa silbando, provocaban el temblor de nuestros cuerpos.

Por fin estábamos frente a la puerta del sótano. Yo sentía que, al abrir aquel pasadizo, encontraríamos nuestra muerte. Doy gracias a Dios que no fue así y, a pesar de que mi fe es irrompible, no estoy seguro de que un Dios como el mío haya creado tal cosa. Aun con la sensación mortuoria abrazándonos, procedimos.

Era imposible no regurgitar. El aroma pútrido nos estremeció —incluso algunos salieron corriendo por la peste—, impidiéndonos penetrar en la escena del crimen. Apoyándome de todas mis fuerzas, me retiré el camisón para cubrir mi nariz, tratando de impedir el paso del aroma fétido. El oficial Shak se incorporó y asintió la cabeza, dándome a entender que entraría conmigo. Hizo exactamente lo que yo con su uniforme antes de internarnos en el sótano.

Cada paso por la escalera era como bajar hacia un profundo mar de tinieblas, aunado a eso, invadía la sensación de alguien o algo, esperándonos; y no hablo de los cadáveres. Una vez abajo, el horror nos golpeó de sobremanera, petrificándonos por completo. Las paredes estaban tapizadas de algo parecido al moho, grueso, mismo que se concentraba mucho más de un lado del muro. Encontramos cuerpos desfigurados, pero no había duda de que se trataban de los desaparecidos. En medio del suelo, algo extraño llamó mi atención. Era un círculo, y si mi juicio no me engañaba, de los que usaban para realizar ritos satánicos. Los indicios que terminaron de convencerme fueron las velas en el suelo y un libro con el que tropecé. Lo tomé y sacudí el polvo que lo cubría.

Entonces, algo llamó mi atención. Un sonido. Era como el palpitar de un corazón, mismo que surgía de ese moho recubriendo las paredes, cada vez más, se intensificaba. Algo estaba a punto de emerger, o eso parecía. Indiqué a Shak que saliéramos del lugar, cuando de repente, los latidos cesaron. Me detuve un instante y volteé, pero era tanto el horror que sobreabundaba allí abajo, que optamos por largarnos del lugar.

Todo ese evento provocó dudas entre todos los compañeros de la estación. No sabíamos qué pensar. Sin embargo, el caso fue cerrado con el grado de homicidio en masa, por el hombre llamado Nolan Baldrich. Y en cuanto a lo hallado dentro del sótano, Anderson nos dio la orden de jamás hablar al respecto. Con el paso del tiempo, uno por uno fue desertando, cada oficial partícipe en esa noche de locura.

En lo personal, debido a la curiosidad que me invadió estando en ese lúgubre infierno, seguí interesado en lo que sucedió con Baldrich. El libro era la llave para algo aún peor. Nolan no era un asesino, sino aquello que invocó mediante esos textos sagrados. Un escrito extenso denominado Santum-níkoram, escrito por un tal Rundam Olvanakc (Invanhak). Lo que me hizo concluir que, el motivo por el cual raptó personas, fue para sacrificarlas en honor a alguna de las tantas deidades cósmicas que narra el libro. No sé cómo, ni cuándo comenzó a inmiscuirse en estos caminos, solo sé que sea lo que sea aquello que mora en su sótano, no es de este mundo.

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