Capitulo 1

144 13 1
                                    

Una pequeña aldea perdida en las montañas fue lo único que quedó de un imperio lleno de riquezas y ostentosidad que no tenía rival ni en las tierras más lejanas del horizonte. Un emperador atento que realmente se preocupaba por sus habitantes, una emperatriz cercana que baja del palacio de forma regular para charlar y escuchar las peticiones que surgieran de las necesidades. Una tierra verde y próspera que brindaba de una numerosa cosecha que se guardaba para las épocas más frías. Animales que incluso sacaban risas a los niños que se acercaban para jugar con ellos. Un paraíso en la tierra donde todos tenían la oportunidad de conocer lo que era la felicidad

Básicamente un lugar idílico para los que vivían ahí y algo a lo que aspirar para las aldeas más cercanas.

¿Que podría ser tan fuerte como para destruir algo tan perfecto?

¿Una guerra?

¿Una revolución interna?

No.

Una maldición milenaria.

Una de la cual no se podían deshacer aunque así desearan y rezarán por ello.

Se había intentado de todo con tal de calmar a los espíritus.

De todo.

Nada había funcionado y numerosas vidas se habían perdido en el camino..

Se esperaba que la cifra fuese en aumento.

Al menos hasta que las últimas personas que sobrevivieran intentarán escapar a algún otro lugar rezando que el destino les facilitará el camino de alguna forma. En ningún momento tendrían algún tipo de seguridad de que fueran a tener éxito en su cometido, tendrán únicamente como consuelo el hecho de que al menos no estarían solos.

Habían pasado tantas generaciones con esa sombra encima que se había convertido en algo aceptado por todos. Eran pocos los ilusos que pensaban que "el elegido" llegaría para salvarles a todos. Nunca faltaban las burlas hacia esos personajes, tanto por los adultos como por los más pequeños.

Hasta que llegó el día en el que ese grupo pequeño de personas tuvo razón.

Hasta que vino alguien que según la profecía iba a salvarlos a todos.

Que iba a acabar con el sufrimiento de años.

Un niño nacido en un solsticio de verano.

Un niño en el que el sol se reflejaba sobre su pelo de color rojizo y el mar hacía acto de presencia calmando la fiereza del sol a través de sus ojos. Un equilibrio perfecto donde se mirase.

Nakahara Chuuya.

Su infancia siempre fue bonita e incluso mejor que la de los otros niños de la aldea. El mayor tiempo pudo disfrutar de la presencia de personas que siempre le sonreían y le trataban con amabilidad a pesar de que se estuvieran muriendo de hambre o su única preocupación fuera si es que se iban a despertar al día siguiente. Demasiados sacrificios y entregas hacia ese niño del que esperaban recibir todo a cambio en un futuro lejano. Más de uno era consciente de que probablemente no vivirían el suficiente tiempo para verlo pero hacían el esfuerzo para crear una mejor vida para sus descendientes.

Los sacerdotes, los cuales eran la figura superior entre todos los demás, cuidaban del niño sin dejar que los padres de este pudieran afectar su crecimiento de alguna manera. Ellos eran recompensados con mayor porción de comida de lo que les correspondía solo por haber traído al menor al mundo. Sin embargo, poco o nada se les hacía saber de lo ocurría y dejaba de ocurrir dentro de las paredes del santuario. Solamente se les entregaba una carta a finales del mes para que supieran que seguía vivo, aquello constaba como muestra de la exquisita amabilidad de los ancianos.

Las precauciones eran pocas a la hora de no contaminar al infante. Al fin y al cabo ese niño no era de sus padres ni de los sacerdotes incluso.

Ese niño pertenecía a los espíritus.

Únicamente a ellos.

Su misión en la vida era ganar el favor de ellos a toda costa.

Ganar su gracia y ser considerado como digno de ellos.

¿Cómo iban a lograrlo?

Preparando a Chuuya durante los primeros dieciocho años de su vida para ello.

En vez de enseñarle a sobrevivir en la crudeza de las montañas o enseñarle las tareas más básicas para ser alguien independiente, los sacerdotes se habían encargado de educarle tal y como lo harían con un niño de la alta sociedad de una ciudad imperial.

Le educaron para una sociedad que no representaba la realidad tal cual era, solo la que ellos querían que volviera.

Le introdujeron en las artes que pocos tenían acceso, únicamente aquellos privilegiados por nacer en determinadas familias en vez de en otras. Su cuerpo y mente se hicieron uno con el arte de la poesía además de la música. Artes puras y humanas que hacían imposible a uno esconder la esencia de su ser e intenciones que tenía. Para crear las mejores obras tenias que entregarte por completo de forma que te convertias en vulnerable ante cualquier resultado que ocurriera.

Sin embargo, Chuuya resultó ser el mejor poeta que habían visto en años.

Era capaz de recitar los versos más hermosos con la mínima inspiración que recibiera de la naturaleza, Con tan solo observar el aleteó de un pájaro o algo tan simple como el florecimiento de una flor era más que suficiente para que su imaginación echara a volar y las palabras salieran por su boca.

Con los instrumentos musicales tampoco es como si se quedara muy atrás. Era cierto que en la aldea apenas quedaba alguno al haber vendido la mayoría a los viajantes o comerciantes que pasaban de casualidad por ahí, pero aún quedaban algunos en el santuario a modo de recuerdo de una época dorada. Con pocas enseñanzas había sido capaz de desarrollar sus habilidades con gran maestría.

Realmente la vida podría haberse rendido a sus pies teniendo en cuenta su belleza natural y habilidades, realmente destacaría allá donde fuera. Sobre todo si llegara a la ciudad imperial de alguna forma.

Que pena que aquello nunca fuera a suceder.

Ya que su destino había sido sellado desde el momento que nació y definitivamente quedaba pendiente el último gran paso que quedaba para poder apaciguar la ira de los dioses.

El más importante de hecho.

Nakahara Chuuya tenía que morir. 

La leyenda del zorroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora