03 -Una cuestión de cuernamen-

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ALFONSO

A la mañana siguiente me desperté, medio dormido, con la po*lla dura como una puta piedra metida entre algo cálido y blando. Mi mano rodeaba algo inconfundiblemente femenino y precioso, y lo estrujé para asegurarme de que era real. Odio las tetas de silicona y aunque había visto las de Anahí a través del pedacito de tela que llevaba en el club —y luego cuando se sacó el sujetador anoche—, no sabes si son de verdad hasta que las palpas. A pesar de que la industria de la cirugía estética esté progresando a pasos agigantados en esta cuestión, las artificiales no se pueden comparar a un buen par de tetas reales en las manos de uno.
Y ahora ya no me cabía la menor duda, las suyas eran naturales y además innegablemente perfectas.

Deslicé el pulgar por su pezón, gozando con la forma en que se puso enhiesto al acariciarlo. Anahí tenía una boca deliciosa —¡vaya qué boca!—, pero sospechaba que cuando hubiera sentido mis caricias, la usaría para suplicarme que quería más en lugar de para ver de cuántas formas me podía fastidiar en cuanto la abría.
Al levantarme de la cama a mi pesar, advertí que Anahí gemía protestando por ello. Seguía durmiendo profundamente y no se había dado cuenta de que me echaba de menos. De haber estado despierta estoy seguro de que se habría alegrado de perderme de vista.
Así que me tendría que haber sentido como un gilipollas, porque yo, un absoluto desconocido, la estaba obligando a hacer cosas que no quería, pero era ella la que había accedido a este trato. Además, había señales de que seguramente le gustaba que la obligaran a desatar la bestia sex*ual que llevaba dentro. Había visto la expresión de sus ojos mientras le metía la po*lla en la boca la noche anterior. Le había encantado, y yo me alegraba, porque pensaba metérsela muchas veces más.

Me dirigí pesadamente al baño y abrí el grifo del agua caliente para llenar el enorme jacuzzi. Era la primera vez que lo usaba desde que los había pillado en él en plena faena.

Yo era el principal accionista del Loto Escarlata, la compañía de mi padre. Mi madre, Elizabeth, que a lo largo de su vida había sido budista, fue la que le puso el nombre a la compañía. La flor de loto al principio no es más que una semilla en el lodoso fondo de un estanque y poco a poco va creciendo hasta salir a la superficie para florecer. El color rojo simboliza el amor, la pasión, la compasión y todo lo relacionado con el corazón. Mi padre, Alfonso sénior, pensó que el nombre le iba como anillo al dedo a la compañía. El Loto Escarlata era el lugar donde la gente podía llevar sus más genuinas ideas —las ideas cercanas y queridas que no podían materializar por falta de capital— y verlas crecer hasta florecer. El Loto Escarlata les ayudaba a realizarlas a cambio de recibir una parte de las ganancias. Mi madre había insistido en que la compañía colaborara en mejorar el mundo, con lo que realizar obras benéficas era tan importante para nosotros como la idea de fomentar el desarrollo.

Hacía casi seis años que mis padres habían muerto en un accidente de coche, dejándomelo todo a mí: el dinero, la casa y las acciones de la compañía que mi padre había adquirido. Pero ninguna de estas cosas podía reemplazar su presencia y además no me las merecía en absoluto.
El socio de mi padre, Harrison Stone, que llevaba jubilado ya tres años, había entregado todas sus acciones a David, su único hijo. David y yo habíamos sido amigos íntimos en la infancia. Al triunfar nuestros padres, era prácticamente imposible saber quiénes eran amigos nuestros de verdad y quiénes nos lamían el cu*lo para sacarnos tajada. David y yo habíamos aprendido a base de palos que solo podíamos depender el uno del otro. Nos metíamos continuamente en problemas, retándonos para hacer sin siquiera pensarlo las proezas más ridículas. Pero nuestros padres siempre acababan arreglando nuestros estropicios, no podían permitirse que los herederos de la fortuna del Loto Escarlata salieran en las noticias de los periódicos sensacionalistas. Habría sido muy malo para los negocios. Además algún día seríamos los directores de la compañía y nadie en su sano juicio querría poner sus valiosas ideas en las manos de un par de gamberros que tenían fama de echarlo todo a perder.

Un millón de secretos inconfesables | Anahi y Alfonso| Donde viven las historias. Descúbrelo ahora