La muerte

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El tiempo se había vuelto mi enemigo más implacable. Dos semanas habían pasado desde que la capturé, desde que la arranqué de entre los vivos con la promesa de un destino incierto. Pero cada día, mi desesperación

La droga que la mantenía cautiva también era mi prisión. La había usado como un arma, una herramienta para doblegar su voluntad y mantenerla alejada de mí. Pero ahora, mientras yacía débil y vulnerable, me enfrentaba a mi propia debilidad. Había agotado toda mi magia en el intento de retenerla, y ahora me consumía el vacío que dejaba su ausencia.

Mi amada, la única que alguna vez había tocado mi corazón de hueso con la suavidad de sus besos, estaba fuera de mi alcance. Su debilidad me desgarraba el alma, una herida que sangraba sin remedio. Cada día que pasaba sin ella era un tormento, una agonía que se enroscaba alrededor de mi ser como una serpiente venenosa.

La necesitaba más de lo que mi fría naturaleza podía admitir. Su presencia era mi consuelo en la eternidad vacía, su amor la única luz en la oscuridad de mi existencia. Pero ahora, mientras yacía impotente en mi desesperación, me enfrentaba a la realidad de mi propia fragilidad.

Había gastado mi magia en un intento desesperado por retenerla a mi lado, pero ahora me encontraba sin recursos, sin esperanza de liberarla de su prisión. La impotencia me consumía como el fuego devora la madera, dejándome reducida a la sombra de lo que una vez fui.

Y así, mientras el tiempo seguía su inexorable marcha, yo permanecía atrapada en mi propia desesperación, condenada a contemplar la pérdida de la única luz en mi oscura existencia. En mi debilidad, encontré mi perdición, una verdad que me perseguiría hasta el fin de los tiempos.

Danzando con la  muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora