Entre casetes | 2YEON adaptación

Capítulo 6

Nayeon.

—Cuidado, Mocho.
Momo empujó a Nayeon a un lado y subió al autobús.
Había conseguido que la clase de gimnasia al completo llamase a Nayeon «Tarada», pero últimamente Momo se había decantado por «Mocho», «Masa Roja» o «Bloody Mary».
—Porque tu cabeza parece una fregona —le había aclarado aquel mismo día en los vestuarios.
Era lógico que Momo y Nayeon fueran juntas a clase de gimnasia. Al fin y al cabo, el gimnasio parecía una extensión del infierno y Momo era el mismísimo demonio. Una diablesa pequeña y viciosa. Como una especie de súcubo de juguete. Y encima contaba con su propio séquito de diablos menores, todos ataviados con idénticos equipos de gimnasia.
En realidad, todas las chicas llevaban la misma ropa para hacer deporte. Si a Nayeon, en el otro centro, ya le disgustaba el pantalón corto de gimnasia (odiaba sus piernas aún más que el resto de su anatomía), el equipo de North la horrorizaba. Era un mono de poliéster, con la parte inferior roja, la superior a rayas rojas y blancas, y cremallera por delante.
—El rojo no te sienta bien, Tarada —le había dicho Momo la primera vez que había visto a Nayeon con él.
Las otras chicas le habían reído la gracia, incluso las negras, que odiaban a Momo. Por lo visto, burlarse de Nayeon se consideraba el colmo de la diversión por allí.
Después de que Momo la empujara, Nayeon prefirió no subir al autobús de inmediato, pero de todos modos acabó llegando antes que la cretina asiática. O sea, que tendría que levantarse para cederle el asiento de la ventanilla. Una situación incómoda. Tan incómoda como todo lo demás. Cada vez que el autobús pasaba por un bache, Nayeon prácticamente la aplastaba.

A lo mejor alguien cambiaba de medio de transporte o se moría o algo así. Entonces Nayeon podría cambiar de asiento.
Por suerte, ella nunca le dirigía la palabra. Ni la miraba siquiera.
Bueno, o eso creía ella; jamás se le ocurriría comprobarlo.
A veces, Nayeon se fijaba en el calzado de la chica. Llevaba zapatos muy chulos. Y de vez en cuando miraba en su dirección para averiguar qué leía.
Siempre cómics.
Nayeon nunca leía nada en el autobús. No quería que Momo, u otra persona, la pillase desprevenida.

Jeongyeon.

No le parecía bien eso de compartir asiento con alguien a diario y no dirigirle la palabra. Aunque fuera una notas. (Y vaya si lo era. Aquel día parecía un árbol de Navidad, con todas aquellas cosas pegadas a la ropa, trozos de tela recortados, cintas...) El viaje en autobús se le hizo eterno. Jeongyeon estaba deseando perderla de vista, perder de vista a todo el mundo.
—¿Aún no te has puesto el dobok?
Jeongyeon intentaba cenar a solas en su habitación, pero su hermana pequeña no lo dejaba en paz. Tzuyu estaba plantada en el umbral, con el kimono puesto y olisqueando una pata de pollo.
—Papá está a punto de llegar — dijo Tzuyu sin dejar de oler el pollo— y se va a cabrear de la leche cuando vea que no estás listo.
La madre de Jeongyeon apareció por detrás de Tzuyu y le dio una colleja.
—Esa lengua, malhablada.
Tuvo que ponerse de puntillas para hacerlo. Tzuyu era la niña de papá; ya le pasaba a su madre quince centímetros y siete a Jeongyeon como mínimo.
Qué horror.
Echó a Tzuyu de su cuarto y cerró de un portazo. De momento, la estrategia de Jeongyeon para conservar su estatus de hermana mayor a pesar de la diferencia de altura consistía en hacerle creer a Tzuyu que aún podía propinarle una buena patada en el culo.
Jeongyeon todavía la vencía en los combates de taekwondo, pero solo porque Tzuyu no se esforzaba; le aburría cualquier deporte en el que su altura no le proporcionase una clara ventaja. El entrenador de fútbol universitario ya se dejaba caer por los partidos de la pequeñaja.
Se puso el dobok mientras se preguntaba en qué momento empezaría a heredar los kimonos de su hermana. No tardaría mucho. A lo mejor podía aprovechar también sus camisetas de fútbol cambiando el nombre de Tzuyu Yoo por el de Hüsker Dü. O quizás ni siquiera eso. Tal vez Jeongyeon nunca pasase del metro sesenta y nueve que medía ahora. A lo mejor ya no hacía falta que se comprara más ropa.
Se calzó las zapatillas de deporte y se llevó la cena a la cocina para comer en la encimera. La madre de Jeongyeon frotaba con un trapo el kimono blanco de Josh, que se había manchado.
—¿Mindy?
Cada noche, al llegar a casa, el padre de Jeongyeon saludaba así a su esposa, como el marido de una telecomedia. («¿Lucy?») Y su madre gritaba desde dondequiera que estuviese:
—¡Aquí!
En realidad decía: «¡Allí!». Por lo que parecía, jamás dejaría de hablar como si acabara de llegar de Corea. En ocasiones, Jeongyeon pensaba que su madre hablaba mal a propósito, porque sabía que a su padre le gustaba. Sin embargo, la mujer se esforzaba tanto por encajar en todo lo demás... Si fuera capaz de hablar como si se hubiera criado a la vuelta de la esquina, lo haría.
El padre de Jeongyeon entró disparado en la cocina y cogió a su mujer en brazos. También repetían eso mismo cada noche. Muestras públicas de afecto, sin importarles quién hubiera delante. Era como ver a Paul Bunyan dándole un morreo a la Nancy asiática.
Jeongyeon estiró la manga de su hermana.
—Venga, vamos.
Mejor esperaban en el Impala. El padre saldría al cabo de un momento, en cuanto se enfundara su enorme dobok.

Nayeon.

No se acostumbraba a cenar tan temprano.
¿Desde cuándo habían adoptado esa costumbre? En la otra casa, cenaban todos juntos, Richie incluido. Nayeon no se quejaba por no cenar con Richie, pero tenía la sensación de que su madre prefería librarse de ellos antes de que su marido llegase a casa.
Incluso le preparaba algo distinto para cenar. Esa misma noche, los niños comerían queso gratinado y Richie, un bistec. Nayeon tampoco se quejaba del queso gratinado; agradecía cenar algo que no fuese sopa de judías, judías con arroz o huevos con frijoles.
Después de cenar, Nayeon se encerraba en el cuarto a leer, pero los niños siempre salían a jugar al jardín. ¿Qué harían cuando empezase a refrescar y anocheciera temprano? ¿Se apiñarían todos en el dormitorio? Era una locura. Una locura al estilo El diario de Ana Frank.
Nayeon trepó a su cama y sacó la caja con sus cosas. Encontró a aquel estúpido gato gris durmiendo otra vez allí. Lo ahuyentó.
Abrió la caja de pomelos y hojeó el papel de cartas. Tenía pensado escribir a sus amigos del otro instituto. No había podido despedirse de nadie cuando se marchó. La madre de Nayeon se había presentado en el centro y la había sacado de clase en plan «Coge tus cosas, te vienes a casa».
Aquel día, su madre estaba muy contenta.
Y Nayeon también.
Fueron directamente a North para empadronarla y luego pasaron por el Burger King de camino a la casa nueva. La mujer no paraba de apretarle la mano y Nayeon había fingido no reparar en los morados que tenía en la muñeca.
La puerta de la habitación se abrió y apareció la hermana pequeña de Nayeon con el gato en brazos.
—Mamá quiere que dejes la puerta abierta —dijo Chaeyoung—, para que corra el aire.
Todas las ventanas de la casa estaban abiertas, pero no corría ni pizca de aire. A través del hueco de la puerta, Nayeon atisbó a Richie sentado en el sofá. Se acurrucó en la cama lo más posible.
—¿Qué haces? —le preguntó Chaeyoung.
—Escribir una carta. —¿A quién?
—Aún no lo sé. —¿Puedo subir? —No.
De momento, Nayeon prefería mantener su caja a buen recaudo. No quería que Chaeyoung viera los lápices de color y el papel en blanco. Además, una parte de ella aún quería castigar a su hermana por haberse sentado en el regazo de Richie.

Antes nunca lo habría hecho.
Antes de que Richie echara a Nayeon de casa, todos los hermanos estaban aliados contra él. Puede que fuera ella quien más lo odiara, y más abiertamente, pero todos estaban de parte de Nayeon; Lia, Chaeyoung e incluso Felix. El niño le robaba cigarrillos a Richie y se los escondía. Y fue Felix a quien enviaron a llamar a la puerta de su madre cuando oyeron chirridos en el dormitorio...
Cuando los chirridos se convirtieron en gritos y llantos, se acurrucaban los cinco en la cama de Nayeon. (En la otra casa todos tenían cama propia.)
Chaeyoung se sentaba a la derecha de Nayeon. Mientras Felix lloraba y Lia se quedaba como alelado, Chaeyoung y Nayeon se miraban a los ojos.
«Le odio», decía Nayeon.
«Le odio tanto que me gustaría que se muriese», respondía Chaeyoung.
«Ojalá se caiga de una escalera mientras trabaja».
«Ojalá lo atropelle un camión». «Un camión de la basura».
«Sí —decía Chaeyoung, apretando los
dientes—. Y ojalá toda la basura le caiga encima».
«Y que luego un autobús lo aplaste».
«Sí».
«Y ojalá que yo vaya dentro». Chaeyoung dejó el gato en la cama de Nayeon.
—Le gusta dormir aquí —dijo. —¿Tú también le llamas papá? — preguntó Nayeon.
—Ahora es nuestro padre —repuso
Chaeyoung.
Nayeon despertó en mitad de la noche. Richie se había dormido en la sala con la tele encendida. Procuró no respirar de camino al baño. No se atrevió ni a tirar de la cadena. Cuando volvió a su cuarto, cerró la puerta. A la mierda el aire.