Capítulo 3

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Fantasmas

Era domingo. Sus padres habían llegado esa mañana muy temprano mientras ella estaba acostada en su cama con los rastros de no haber dormido bajo sus ojos, de nuevo. Miraba el techo, donde una vez estuvo una constelación de estrellas brillantes que Anna y ella habían pegado cuando eran niñas; quedaba sólo polvo cósmico, y la memoria de lo que un día todo aquello significó y ahora era su hermandad rota, el amor deformado, la esperanza muerta cuando apenas nacía. El vacío. Su vacío como único legado.

Salió de la casa sin saludar a sus padres, sin decirles a dónde iba. A nadie le interesaba para ese entonces, ni siquiera a ella misma. Caminó sin rumbo durante varios minutos por los suburbios, hundida entre pensamientos y cavilaciones de último momento que la hacían diluirse en un universo paralelo, acuoso, sin oxígeno. Y siguió caminando, cuando las casas se hicieron comercios y los comercios se hicieron una ciudad abandonada y derrumbada en su cabeza, que tenía una letanía eterna acerca de la destrucción que ocurría en ella. Corrió cuando no había nada, cuando la naturaleza se hizo fría y constante, y su no destino se acercaba.

La reja y la alambrada del lugar le impidieron el paso, pero trepó por el hierro pintado de negro e ignoró el letrero de "Cerrado; prohibido el paso", porque lo prohibido hace mucho que lo había dejado atrás, dormido bajo las sábanas de su cama y bajo una tonelada de barrotes imaginaros. El ruido de su peso cayendo al otro lado, en el suelo, hizo un sonido seco, aplastando las hojas que se desprendían de un árbol que tenía más edad que ella. El aire se hizo más pesado, nostálgico pero, hasta cierto punto, seguro. De alguna forma, cuando se sentía más perdida que nunca, sus pasos siempre la llevaban a ese lugar.

Elsa caminó con la respiración empezando a calmarse después de todo el ejercicio. Bajo sus pies, el césped brillaba con un fino rocío que se había creado por al sereno de esa mañana. Se puso el gorro de su sudadera y escondió los mechones de cabello que se habían quedado esparcidos por su frente ahora sudorosa. Miraba cada cierto punto a su alrededor, preparando mentalmente una huida rápida que le evitara más problemas. No había nadie en ese lugar, por supuesto, sólo sus fantasmas imaginarios y la caída de la temperatura gracias a los árboles frondosos que rodeaban el espacio; gracias al invierno que estaba pisándole los talones. Arrancó una flor en el camino, una pequeña y sin gracia. De cualquier forma, a Henry nunca le habían gustado las flores.

—Hola, señor David. Veo que su familia lo ha visitado, me alegro. He visto a Gwen, ha crecido mucho los últimos años. Estoy muy segura que estaría orgulloso de su cinta verde en el Tae kwon do —Elsa dijo, teniendo cuidado de dónde pisaba—. Me la ha presumido la semana pasada.

Dio el casi mismo saludo dos veces más, contando las buenas nuevas hasta llegar a él, que parecía que la esperaba hace mucho tiempo atrás; porque él era así, parecía prever al mundo entero. A ella, más que nadie, que era su niña. Su princesa encantada que aún no despertaba del ensueño.

Elsa limpió con una de sus manos la lápida de su abuelo y leyó como siempre el epitafio que hacía que le doliera el alma ahora destrozada.

"Henry Arendelle (1940-2012). Nació para hacer sonrisas. No cambió al mundo, pero lo desafió para hacer uno brillante para su familia".

Se sentó frente a él, con las piernas dobladas y un gesto de derrota. Henry la habría entendido, quizá. O quizá eso creía ahora que podía hablar con toda libertad sin que alguien le respondiera para juzgarla. Pero era el abuelo, él pudo haber tenido una palabra que le quitara un poco el peso de encima, la derrota, el tedio.

—¿Cómo miento a mi corazón, Henry? ¿Cómo dejo de hacerlo sin dañar a los demás? Sin dañar a Anna en el proceso...

Como siempre, no hubo respuestas, sólo la brisa matutina, combinada con el olor de las fragancias de las flores recién cortadas. Dejó descansar su maltrecha flor cerca de la piedra pulida que conformaba casi todas las lápidas de ese lugar. Una hoja seca que se columpiaba peligrosamente a cinco metros de altura, en un árbol, al fin se desprendió de su sitio y empezó a hacer su recorrido hacia abajo. Tranquilidad. El ruido del aire removió el polvo y lo dispersó hacia otros lugares. Nostalgia. Elsa se hizo un ovillo como cuando tenía cinco años porque Tom Finnigan había roto su muñeca. Tristeza. Las lágrimas cayeron libremente de ella; amargas y frías. Odio.

Cuando me quierasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora