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Hans Robinson no era un hombre común y corriente. Había sido educado para ser el mejor conde que la familia hubiera visto jamás y honrar a todos sus antepasados de Surrey. Su ascendencia era comparable con los títulos más altos de la corona británica y su riqueza era igual de infinita.

Era alabado en la región, los residentes del condado prácticamente eran sus vasallos y le rendían pleitesía justo como lo harían con un rey. Desde que había aceptado sus responsabilidades unos treinta años atrás, lo había hecho con soltura y magnificencia. Era visto como un salvador para los pobladores de Surrey por su gran obra con las tierras y la seguridad de la zona.

Ningún otro conde les había otorgado tanto bienestar como él. Cualquiera podría preguntar a sus vecinos para asegurar esas verdades. En definitiva, él era un gran sujeto.

Y aún así, la estúpida de Emma se había atrevido a secuestrar a su hijo y huir en la mitad de la noche como una vil rata.

Él se jactaba de tener un buen juicio, sin embargo, había cometido el grave error de casarse con la mujer más sosa que había conocido. Debía admitir que su belleza e inocencia lo segaron a tal punto de perder el raciocinio.

Emma era bonita, incluso con el pasar de los años su cuerpo y facciones habían madurado para darle un atractivo irresistible. La cantidad de hombres que habían hecho comentarios acerca de su hermosura lo había llevado a tener celos enfermizos así que en cada paliza se aseguraba de tratar que otros no vieran sus encantos.

Pero sin importar qué, ella mantenía cierta aura que atraía a todos a su alrededor y simpatizaba con la gente. Seguía siendo guapa y espléndida. La odiaba en el fondo por eso. ¿Por qué no había escogido una esposa más sencilla y simple? No hubiera tenido tantos problemas con una fémina insípida y normal.

Llegó a pensar que sería sumisa y tranquila, pero tardó poco en darse cuenta de que le gustaba alzar la voz, darse a conocer, llamar la atención y una chica preciosa con tales cualidades era sinónimo de peligro.

Muchos la deseaban, varios se lo dijeron a la cara, coqueteaban con ella y cada sonrisa que Emma les dedicaba era un puñal en su propio pecho. Estuvo seguro que en cuánto tuviera la oportunidad le sería infiel, así que no espero a ver si tenía razón y prefirió llevar la delantera reduciendo aquel carácter vigoroso con mano dura.

Hans se había ganado el derecho de hacer con ella lo que quisiera en el mismo instante en el que se habían casado. Ante Dios y ante la sociedad era de su propiedad y no iba a permitir lo contrario.

Había tenido éxito por varios años y cuando creyó que la tenía entre sus garras por completo, subestimó los resquicios de su ingenio.

Esa maldita perra había tomado a su único heredero y había decidido marcharse.

Iba a matarla.

Cuando la encontrara iba a torturarla lentamente hasta que sus gritos de dolor no fueran más que meros gemidos. Se deleitaría con el sonido de su llanto y reiría ante sus súplicas. Haría cada día de su insignificante vida un infierno. La encerraría en el peor cuarto de su mansión, le daría pan y agua cuando se acordara, ni siquiera le daría una cama o mantas para cubrirse y la humillaría tan fuerte que no quedaría rastro de su vigorosa actitud.

A Ethan no podría castigarlo puesto que era su heredero y aunque fuera un idiota sentimental era el único que continuaría con su legado, sin embargo, eso no significaba que no le daría su merecido al mocoso. Lo enviaría a un internado lejano en dónde aprendería a las buenas o a las malas a obedecer. El niño era tan culpable como su madre. Si tan solo hubiera gritado o le hubiera advertido de lo que Emma planeaba hacer, estaría perdonado, pero ya era tarde para redimirse. Ambos estaban sentenciados.

Un Conde En Mi Camino - Lambton #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora