Inexplicable

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Un portazo. Ruidos de botellas chocando, un ventanal abriéndose y el humo del cigarrillo. Miguel sonrió y se dispuso a salir de su habitación. Siempre era lo mismo cuando Suguru volvía de sus "reuniones" mensuales y, últimamente, sus arrebatos al llegar a casa eran cada vez más violentos, como si algo dentro él cambiara cada vez que lo veía.

Porque Sugu chan no solía darles golpes a las puertas ni maldecir mientras se servía una copa de vino. No, eso lo hacía solo cuando algo había salido mal. Específicamente, cuando algo había salido mal con Gojo Satoru.

Miguel salió a la terraza donde Suguru solía sentarse a tomar la brisa veraniega. Movía su pierna izquierda frenéticamente y se mordía los labios. Una copa de vino llena en la mano derecha y el teléfono en la izquierda.

De pronto, lanzó un gruñido y arrojó el smartphone hacia los matorrales.

—¿Qué? ¿Tengo algo en la cara? —preguntó, enojado.

Miguel le respondió con una amable sonrisa. Le agradaba ser el único testigo de los arrebatos del adorado Geto Sama. Hablaba de una confianza que no tenía con casi nadie. Casi. Porque obviamente el más fuerte de los hechiceros veía eso y mucho, mucho más. Y seguramente la actitud de Sugu chan con él era, también, mucho, mucho peor.

Tomó asiento al lado y se llenó una copa de vino.

—Geto Sama, hay algo que he querido preguntarte desde hace un tiempo.

—Ajá.

Miguel tomó un largo sorbo.

—¿Qué le ves a Gojo Satoru?

Suguru enrojeció. No se esperaba eso. Acercó rápidamente su cajetilla y prendió un cigarro. Aunque no tuviera ganas de responderle, su mente comenzó a pensar en una respuesta.

¿Qué le veía? Vaya. Dejó escapar un suspiro. La noche anterior lo había observado dormir. Estaba de espaldas al techo y su mejilla pegada a la almohada. Su respiración era rítmica y profunda, plácida como la brisa primaveral que llega los últimos días de invierno. Sin embargo, siempre llegaba el momento en el que se tornaba rápida y superficial; sus violáceas y tupidas pestañas comenzaban a moverse frenéticamente y sus largos dedos apretaban la almohada. Era el estado REM de Satoru, el instante en el que su cerebro comenzaba realmente a trabajar y a procesar lo que sea que hubiese vivido. Geto sonrió. Ese magnifico cerebro, sin el cual esa maravillosa mente no podría funcionar. ¿Quién sabe qué estaría pasando por ahí, en esos momentos? Era un misterio, imposible de dilucidar incluso para los hechiceros científicos que gustaban hurgar en la fisiología de Satoru.

"Una cosa es segura: su actividad neuronal es mayor cuando ha pasado el día contigo", le había dicho Shoko una vez. Suguru no supo qué decir. Las pruebas casi irrefutables del amor de Satoru le dejaban siempre anonadado, como si fuera una especie de competencia el dejar en evidencia quién amaba más al otro.

Y la verdad era que Suguru podría haberle respondido que estaba absolutamente confiado en que su propia actividad neuronal era mayor que la de él esos días. La mente del albino le fascinaba. Claro, podía hablar con otras personas sobre Heidegger o el gato de Schrödinger, pero ¿quién más le hacía cuestionarse por qué la lluvia no tenía sabor o quién había inventado el signo de exclamación? Nadie. Solo él era capaz de llevar su mente por asombrosos agujeros de conejo de los que no quería escapar, porque solo él era dueño de esa singular forma de pensar. Solo Satoru.

Por eso amaba verlo descansar. Era como presenciar el universo mismo en suspensión. El momento en el que la vía láctea dejaba de expandirse coincidía con el sonido de su exhalación y solo volvía a su estado de infinito crecimiento cuando el albino abría los ojos y, casi ronroneando, susurraba, "hola, ¿qué hay para desayunar?", seguido de una tierna sonrisa.

Y su sonrisa. No había forma de explicarle a Miguel todas las maneras en las que esas adorables comisuras llenaban sus días. Recordó la primera vez que combatieron juntos. Suguru había tragado una fuerte maldición y notó que el albino lo miraba, curioso.

— ¿Qué pasa? —preguntó el manipulador de maldiciones.

—¿Así funciona tu técnica?

— Sí —respondió, avergonzado.

— ¿Me enseñas tu pokedex de maldiciones? —le preguntó, mientras le presentaba la primera de miles de sonrisas que le dedicaría. Quizás fue en ese momento, ese en el que se sintió realmente visto y valorado por un verdadero igual, en el que Suguru se dejó embrujar por sus particulares encantos, o quizás fue uno de los millones que le siguieron. No importaba el color del día, aun cuando hubiese sido el más gris de todos, siempre lo recibía con una estúpida ocurrencia pensada cuidadosamente solo para él, seguida de esa asombrosa sonrisa. Resistirse era simplemente inútil.

¿Qué le veía a Gojo Satoru? Suguru pensó que quizás Miguel era idiota o había vivido bajo una roca los últimos diez años, pues no entendía cómo le preguntaba eso. O sí. Era fácil que la gente obviara los encantos del albino por enfocarse en sus defectos pues los últimos, para gente como él, sobrepasaban los primeros.

Pero no para Suguru. Para él, sus defectos lo hacían paradójicamente perfecto. Único. Inimitable. Y amaba al pelinegro como si no tuviera opción. Solo a él. De nadie más sentía esa devoción. Satoru libraría épicas guerras por él, de eso estaba tan seguro como que al día le seguía la noche.

¿En serio tenía que explicarlo?

Le dio la última calada al cigarrillo. Lo apagó en el suelo y lo pisó parsimoniosamente.

—Nada— mintió.

La verdad era que, igual que siempre que se separaba de él, no podía esperar a verlo otra vez. Después de todo, su amor por Satoru era tan irrepetible como él mismo.

Y no pensaba compartirlo con nadie.

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Lovers (one shots) [SATOSUGU]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora