El ominoso graznido de los cuervos llenaba el cielo desolado.
Hace apenas una semana, esta tierra albergaba una gran finca familiar, pero ahora no era más que un paisaje de ruinas calcinadas. Todos los muros y pilares se habían derrumbado y ennegrecido, transformando el techo, antaño tocado por las nubes, en una gigantesca tumba de piedra.
De la viga principal, que ahora parecía una lápida, se elevaba un humo áspero que se dirigía hacia el sur. Arribó la estación del viento del norte.
Medio día después de que las llamas, que habían arrasado noche y día durante una semana entera, se hubieran calmado por fin, la puesta de sol tiñó el cielo de rojo como la sangre de los injustamente asesinados. Los únicos seres vivos que quedaban eran los cuervos, hambrientos de carne humana.
La tierra estéril del Woonso-Mu-Ae de Seomun sería un recordatorio eterno. Estaba destinada a despertar el sentido de precaución del mundo e infundir miedo.
En un rincón de esta tierra devastada, que parecía destinada a consumirse en una ruina perpetua, se produjo un pequeño movimiento.
Astillas de madera carbonizada, pequeñas piedras y trozos de cerámica rotos se vieron perturbados por una débil vibración procedente de abajo. Al poco tiempo, una pequeña puerta oculta se entreabrió y una fina ceniza gris se derramó en un estrecho espacio subterráneo.
Una mano, temblorosa y tanteando la salida desde el interior, emergió: la de un pequeño niño.
Tal vez de unos siete años, el niño vestía un traje de seda azul marino, incongruente con las ruinas. Muy debilitado por haber permanecido acurrucado en aquel espacio reducido durante una semana, al niño le costaba mantenerse en pie. Cuando intentó arrodillarse sobre los escombros del exterior, sus manos y codos ya estaban raspados y agujereados por los restos.
Sentado con el rostro demacrado, el niño asimiló la horrible escena que tenía ante sus ojos. Haciendo acopio de fuerzas, el niño empezó a arrastrarse, incapaz de mantenerse en pie porque sus rodillas no daban más de sí.
Mientras se arrastraba, los escombros que quedaban bajo sus palmas y espinillas crujían y se desmoronaban. Aunque su tierna piel se ensangrentó rápidamente, no pudo detenerse. Sus ojos se fijaron en algo que había en el patio delantero de Seomun: algo desconocido.
Descendieron, dando tumbos, por un montículo de piedra en forma de escalera. De cerca, era un pilar altísimo, grueso como un muslo, que apuntaba hacia el cielo.
Empalado en él estaba el cadáver carbonizado de una persona, apenas reconocible ya como humano.
El niño se acercó lentamente al pilar, puso una mano vacilante sobre los pies quemados del cadáver y miró hacia arriba. El cuerpo no tenía pelo, y el extremo afilado del pilar sobresalía de la boca, que estaba abierta en una mueca de dolor.
La piel, al tocarla, se sentía dura, áspera y fría. El niño supo instintivamente que nunca olvidaría esta sensación.
Su mirada bajó hasta el pecho del cadáver. Un trozo de jade, no más grande que un puño, estaba pegado a la ropa y a la carne. El niño lo reconoció bien.
Apartando la mano con un sobresalto, el niño cayó hacia atrás. Al intentar retroceder, vomitó repetidamente por el asco abrumador. El vómito embarrado les ensuciaba la frente, pero no podía apartar los ojos. Era como si el horrible rostro de un pariente asesinado le hiciera señas, tirándole del pelo.
Escapar era imposible; pensar era imposible. Sólo podía observar los cuerpos ahora muertos. Nadie había sobrevivido; sólo habría tardado apenas un poco en seguirlos.
En ese momento, unas manos cubrieron los ojos del niño.
Lo primero que notó fue el olor a hierbas, hervidas hacía tiempo. Lo siguiente fue el tacto frío en su cara y, por último, una voz como una suave brisa. Sólo entonces el niño cerró la boca reseca y se dio cuenta de que su vómito tenía un sabor agrio y amargo.
No entendía casi nada de lo que le decían. Pero al tragar, el nudo en el pecho se levantó y estalló en un gemido. Los brazos perfumados de hierbas los abrazaron, y el niño se aferró desesperadamente, como a un salvavidas sobre un acantilado.
El niño siguió teniendo arcadas durante mucho tiempo. Incluso cuando sus labios se rasgaron y su garganta se llenó del sabor de la sangre, no pudo parar. Sus finas uñas se clavaron en la ropa del desconocido, sus gritos parecían los de un animal salvaje, rígido de dolor. Finalmente, cuando ningún sonido pudo salir y las lágrimas se convirtieron en sangre, se detuvo.
El recuerdo del niño terminó allí. No sabía cuándo se habían desmayado.
Lo último que cruzaba su mente era un pensamiento fugaz de que el pelo blanco, que veía antes de cerrar los ojos, se parecía a las plumas de una garceta.
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CALDCD
FanfictionUn graduado universitario transmigró a una novela de artes marciales [Returning Hero]. Inmediatamente después de transmigrar, el niño que rescató resultó ser el jefe final de la obra original, el futuro líder del culto del mal.