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Salí del despacho de la directora arrastrando los pies y me dirigí al exterior. El cielo estaba nublado, lo habitual en pleno invierno en el sur de California. La ira, la humillación y el odio hacia mí mismo impregnaban hasta el último centímetro de mi alma y creaban una sensación de desesperación de la que ansiaba deshacerme.

Había. Tocado. Fondo.

Me acababan de comunicar que el instituto All Saints iba a prescindir de mis servicios como profesor de Literatura al acabar el curso, a menos que me pusiera las pilas y lanzara a mis alumnos un hechizo que los transformara en seres humanos atentos. La directora Jeon me había dicho que no me imponía y que iba muy retrasado con el temario. Y, por si eso fuera poco, la semana anterior me habían notificado que me echaban de casa a finales del mes siguiente. El dueño había decidido hacer reformas y volver a instalarse en el apartamento.

Además, el tipo con el que me enviaba mensajes subidos de tono y al que había conocido en una página de citas de dudosa reputación me había escrito para decirme que no asistiría a nuestra primera cita porque su madre no le dejaba el coche esa noche.

Tenía veintiséis años.

Mi edad.

Un doncel que no veía a un hombre desnudo desde hacía cuatro años no podía permitirse el lujo de ser quisquilloso.

De hecho, aparte de un par de rollos, no había tenido una relación. Nunca. Con nadie. El ballet siempre tenía prioridad. Antes que los hombres y antes que yo. Durante un tiempo, pensé que me bastaba con eso. Hasta que dejó de ser suficiente.

¿Cuándo se fue todo al garete?

Sé cuándo: justo después de empezar la carrera. Hace ocho años, me aceptaron en Juilliard. Iba a cumplir mi sueño de ser bailarin profesional, algo por lo que había luchado toda mi vida. Mis padres habían pedido préstamos para pagarme los concursos de baile. Los novios se consideraban una distracción indeseada y mi único objetivo era entrar en alguna prestigiosa compañía de ballet de Nueva York o Europa y convertirme en primer bailarin.

Bailar era mi oxígeno.

Cuando me despedí de mi familia desde el control de seguridad del aeropuerto, me desearon mucha mierda. Tres semanas después de mi primer semestre en Juilliard, todo se fue a la mierda. Literalmente. Me rompí la pierna de la manera más tonta mientras bajaba las escaleras mecánicas del metro.

Ese accidente no solo frustró mis sueños profesionales y mi plan de vida, sino que me obligó a hacer las maletas para regresar al sur de California. Después de pasar un año enfurruñada mientras me autocompadecía y mantenía una relación estable con mi primer (y último) novio -un tío llamado Jack Daniels-, mis padres me convencieron para que me dedicara a la enseñanza. Mi madre era profesora. Mi padre era profesor. Mi hermano mayor era profesor. Les encantaba enseñar.

Yo lo odiaba.

Era mi tercer año como profesor y mi primer -y, a juzgar por mi rendimiento, el único- año en el instituto All Saints en All Saints (California). La directora, Jeon, era una de las mujeres más influyentes de la ciudad. Su depurado arte para putear era legendario. Me hizo la cruz desde el principio. Mis días bajo su reinado estaban contados.

A medida que me dirigía a mi Ford Focus de doce años aparcado frente a su Lexus y el enorme Range Rover de su hijo (sí, le había comprado a su hijo, un estudiante de último curso, un maldito SUV de lujo. ¿Para qué necesita un chico de dieciocho años un coche tan grande? ¿Para meter su gigantesco ego en él?), llegué a la conclusión de que no me podía ir peor.

Me equivocaba.

Subí al coche y, a medida que daba marcha atrás en el aparcamiento casi desierto, me acerqué a los dos carísimos símbolos de un picha corta. Justo en ese momento, don «vivo con mi madre» me envió otro mensaje. Un recuadro verde apareció en la pantalla. Decía: «Tengo el coche. ¿Lista para mancillarlo?» con un montón de signos de interrogación.

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