Perdido en la ceguera de ese amor muerto, él
agarró un montón de besos sin usar y
los metió dentro de una bolsa vieja de
recuerdos. Roció su corazón con lágrimas, y
ahí mismo lo prendió fuego.
Cuando vio que las llamas empezaban a
bailar al compás de sus latidos, no le quedo
más que arrojar la bolsa al fuego y escuchar
el llanto de esas lágrimas que entre besos
cantaban su desdicha.
En su lengua, sutilmente se posaba un olor a
rosa quemada que bajaba por su garganta
desesperada. Era de esos olores que
empalagan, como sahumerio oscuro, como
potpurrí de sentimientos ciegos, como agua
de luna estancada, impregnando sus
pulmones del aire denso de ese amor
muerto.
Días después, él esparciría las cenizas al
mar para ya no sentir más nada. Sin saber
que todo lo que va al mar, con el tiempo
siempre vuelve a la orilla. Y cada noche que
la luna sedienta acariciara el agua, una
lágrima se le escaparía, queriendo volver al
mar, queriendo volver a amar.