15 de diciembre, 1993.

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Visito entonces la residencia, mi antiguo jefe me ha invitado a cenar, pero sobre todo a beber esa cerveza belga que tanto ha elogiado, ¡Viva Bélgica! Grita a cada trago que da. Su mujer prepara burritos, ataviada en un vestido celeste que se protege bajo la bata, pequeñas cuerdas se amarran a su cintura. Le veo picar contra la tabla de madera, la posición de mi asiento permite ver, tras las barandas, la isla de la cocina del piso inferior. Doy otro sorbo maravilloso, Kevin tenía razón sobre la cerveza. Así transcurre la media tarde, el sol escondiéndose tras los edificios, los vasos chorreando espuma y las lenguas unidas, relamiendo la sal en los bordes. Pronto vaciábamos los platos, la señora Decker cocina aceptablemente, tal vez mi opinión es debido a su poca extravagancia, véanse pues unos burritos en una visita especial; conozco de mujeres que preparan bandejas de aperitivos y platillos rebosantes, sea cuál sea la ocasión, siempre y cuando se trate de una visita, no de un día cualquiera. Entonces Sara era una mujer bastante despreocupada, aunque de su rostro no se puede asumir ello fácilmente, bastante tenso de hecho, se le ven ya las secuelas de aquella tensión, veo las líneas de los años dispararse cuando se expresa. Kevin, otro despreocupado, su barriga cervecera le escurre, la pareja ideal, millonarios y desinteresados, amables, se aman el uno al otro, aunque los tiempos cambien. La Victrola celeste suelta el suave sonido de un jazz de los 50s, la aguja surca el vinilo, tan delicada, y mientras el sonido inunda tan solo unos metros cuadrados de la sala, reímos los tres mientras engullimos la tortilla.

- ¿Cómo va el asunto? Ya saben - pregunto interesado, aunque sé que el tema no caerá del todo bien.

- Como siempre, William. Por favor, deja el tema, ¿Sí?

- Entiendo, discúlpenme por indagar. Espero que el matrimonio prevalezca, en verdad lo espero amigos míos.

La probable velada amistosa continúa perfecta, probable pues mi plan no era quedarme, pero ay de estos vasos que me tienen aún atrapado en la sala social del segundo piso mientras rondamos palabras y uno que otro comentario de Kevin preguntando por qué no regreso al trabajo junto a él. Las botellas belgas se acumulan junto al cristal de la compuerta deslizante de la terraza.

- Caballeros, se les ha olvidado algo - Comenta Sara, con los dedos rugosos que fregaban los trastes.

- ¡Válgame! William, ¿Cómo pudo olvidar usted el partido? ¿Qué hora es? - Le miré desconcertado.

- Inició apenas hace cinco minutos, solo vine a recordarles - Dijo con una risilla cómplice, amorosa. Aquella mujer recuerda las pasiones de su marido, incluso más que lo que él las recuerda, vaya dejado.

Así que estamos tumbados en el sofá, los pies descalzos sobre una mesilla. Pronto Sara me llamaría.

- Disculpa, William, estamos sin palomitas, ¿Puedes creerlo? Kevin es un glotón, pero bueno, te llamo porque sé que él más que tú adora esos partidos, ¿Me equivoco?

- No, Sara, no te equivocas - Contesto con los pómulos elevados.

- Bueno, ya sabrás, estoy aquí limpiando, no sé, discúlpame...

- Sin problema, mujer. Dime, ¿te ayudo con los trastes o voy por la compra?

- La compra, William, ya termino yo acá. 

- Entonces te veo ahora, Sara, ya regreso. ¡Oye, Kevin! Voy por palomitas, hombre. Regreso en un momento - Le oigo alegar a lo lejos.

- Permíteme te abro la puerta... Will.

- ¿Will? ¿Will?

WillDonde viven las historias. Descúbrelo ahora