[7.] Un mundo en silencio

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Todo comenzó como una sensación pesada en la lengua.

Un adormecimiento extraño se hizo parte de un costado de sus lenguas. Algunos decidieron calmar la sensación con agua, otros muchos simplemente lo ignoraron a pesar de que casi se habían atravesado la carne con los dientes en busca de alguna sensación.

La absoluta mayoría provenía de familias pobres con numerosas bocas que alimentar y pocas o casi ninguna chance de escapar de una vida continua de sacrificios hechos para conseguir lo mínimo. Por supuesto, esto no era nada nuevo en el gran contexto del mundo como conjunto. Si uno sufría y se creía el protagonista de su historia, aquel a quien la suerte le había cagado encima y al que ningún Dios era capaz de escuchar hiciera lo que hiciera, solo hacía falta recorrer unos cuantos miles de kilómetros hasta otras naciones y otras culturas con la exacta misma situación.

La pobreza era tan común y aburrida que hacía falta muchísimo esfuerzo para que resonara en la cabeza de alguien con suficiente poder para hacer un cambio. La pobreza estaba tan bastardizada que ya a nadie le afectaba que unos cuantos (miles) murieran cada día. Eso no era de importancia principal; en esencia, jamás cambiaría. En los años venideros a esa gran guerra, una entre el montón también, un alma en pena caminaría entre ellos con la consciencia culpable de saber que jamás podría deshacerse de sus arrepentimientos para con todos esos detalles que ignoró a lo largo de su vida.

Sin embargo, en ese momento, a las puertas de una batalla que definiría el futuro de muchas generaciones, la ignorancia de un ejército fue pasada desapercibida como muchas de las cosas en el resto del mundo.

Sudores fríos nocturnos, repentinos dolores de cabeza que iban y venían con una rapidez inusual, mareos graciosos que provocaban lapsos de memoria divertidos en que un hada del bosque los llamaba a alzar un altar a su nombre y a venerarla con la sangre de sus compatriotas vírgenes. Esas eran las cosas del día a día. Tonterías sin importancia que, lamentablemente, fueron acumulándose e ignorándose en un momento crítico.

La creencia en demonios no era inusual para explicar esos fenómenos, tampoco las leyendas que hablaban de maldiciones.

Rumores pequeños comenzaron a extenderse entre los números, alterando la psique de sus integrantes un grano de arena a la vez. En calma, a pasos tan diminutos que resultaba risible. Y, por último, como agregado final de la ecuación perfecta, el orgullo sin sentido de un reino en decadencia que se jactaba de contar con los más grandes tesoros —aquellos que, cabe aclarar, estaban resguardados en contados almacenes y jamás serían vistos por el vulgo— fue suficiente para crear la masacre más recordada del reinado de Jin GuangShan.

Hasta el momento en que la gran batalla final se dio en los restos de la Ciudad Yi, nadie notó que los soldados no eran humanamente capaces de estar alejados a más de un metro de las fogatas nocturnas. Un evento común y corriente cuya periodicidad apenas y había comenzado como algo que se repetía unas cuantas veces al mes hasta volverse algo diario, sagrado.

¿El hombre degollado que fue encontrado cerca de una de las tiendas? Nada serio, los accidentes y animales salvajes eran cosa del día a día.

¿El creciente silencio de un colectivo de miles que lidiaba con la muerte diariamente? Cientos de años después sería catalogado como estrés por abstinencia, pero por ese momento solo se atribuía a la falta de buenas mujeres que les hicieran el trabajo que bien necesitaban.

¿Las alteraciones de sueño, la falta de apetito y el frenesí repentino de eliminar el hormigueo en la lengua, las palmas, las clavículas o los omoplatos...? Cosas del demonio, historias de gente ignorante, nada más que exageraciones. ¿A quién le importaba si a los soldados rasos les picaba desde la cabeza hasta el culo? Estaban en medio de una guerra, por favor.

Hasta que florezca otra vez [WangXian / XiCheng]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora