Capítulo 2

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Puse rumbo a casa de mi tía abuela Carmen. Desde pequeña había tenido un cariño especial conmigo que no había tenido con ninguno de sus otros sobrinos. Se casó a los cuarenta años con un militar, que falleció a los tres años del matrimonio. Ella tuvo un aborto a los cinco meses de embarazo, y después del conjunto de estos horrendos hechos decidió vestir de negro a diario y apenas salía a la calle; hasta los del supermercado le llevaban la compra a la puerta de casa. Eso sí, visitas no le faltaban.

Mi madre y mis tíos decidieron hacer turnos para acompañarla durante las tardes y darle un poco de alegría, de manera que las visitas se convirtieron en algo de costumbre para mi familia. Cuidaba de nosotros incluso mejor que nuestros padres, y se gastaba la mayor parte de su pensión en nuestros caprichos; ropa, juguetes, comida... Se ganó nuestra confianza desde pequeños.

Pero conmigo era distinto. Lo supe el día en el que, estando ella y yo solas en su casa, me ofreció salir a pasear junto al río para ver las canoas. Tras quince años encerrada en casa su petición me dejó de piedra. Yo asentí con ganas como la niña de cinco años que era, y recuerdo a la perfección aquel día. Paseamos durante toda la tarde, nos tomamos un helado y volvimos a casa. "Será nuestro pequeño secreto", me dijo. Desde entonces, cuando estábamos solas, salíamos a pasear y ella se divertía y se reía como no lo hacía en casa. Nunca lo supo nadie.

Entonces, supe que ella me entendería como nadie. Llamé al portero y me abrió sin ni si quiera preguntar quién era. Ya nadie le visitaba. Tan sólo yo.

Abrió la puerta de su ático y me recibió con un cálido abrazo, el abrazo que necesitaba. Me invitó a entrar y cuando vio la maleta y las bolsas, las colocó en el dormitorio sin preguntar. Nos sentamos en el salón y le conté lo ocurrido.

- Sabía que algún día ocurriría esto. No tu embarazo, sino tu escapada de casa. Tu madre y tus tíos nunca han tenido el valor de querer a sus hijos tanto como lo merecen.

- Tía, yo no quiero molestar. Sólo necesitaba desahogarme y sé que eres la única que me entiende. Y pedirte consejo.

- ¿Y tu chico? ¿Y tus amigas?

- Mi chico no puede saber esto. Me abandonaría. Y mis amigas... no, mis amigas tampoco pueden saberlo.

- Entonces, ni ese muchacho es tu novio ni esas chicas son tus amigas. Si de verdad lo fuesen, no lo harían, ¿no crees?

- No lo sé...

- Escúchame bien Andrea. ¿Tú quieres tener al bebé?

- Ahí está la cuestión. No sé lo que quiero.

- Si has tenido valor de hacer lo que hiciste, ten valor de tenerlo. Ten el valor de salir adelante sin importar lo que esos bocazas digan. Perder a un hijo es lo peor que te puede pasar en la vida, créeme. Haz lo mejor para ti. No te sientas obligada por lo que puedan decirte.

- Llevas razón tía, mi bebé tiene derecho a vivir, pero necesita un hogar donde crecer, una familia que le dé el amor que necesita, alimento, cuna, pañales... Y yo no tengo nada de eso.

- Aquí está el hogar de tu hijo. Aquí está su familia, tú y yo. Y con respecto al alimento y a los objetos requeridos, que se trata de dinero, usaremos tus ahorros, y tendrás que ponerte a trabajar para ganar un sueldo. Mientras tanto, te ayudaré con una parte de mi pensión.

- Gracias tía, de verdad, gracias. Nunca podré agradecerte tanto.

- Con traer al mundo a ese pequeño ser y tu esfuerzo está todo más que agradecido.

Me acomodé en su casa y pasé los nueve meses de gestación allí. Trabajé en una cafetería hasta los cinco meses, suficiente para salir del paso y comprar las cosas para mi hijo. A los siete meses, le diagnosticaron un cáncer de hígado a Carmen. Fue un golpe duro, pero eso no le hizo venirse abajo. Estaba tan ilusionada por la llegada del bebé que apenas le dio importancia.

El veintiocho de abril nació Mateo, un precioso niño moreno de ojos verdes. El nombre fue elección de Carmen, que me acompañó durante el parto dándome ánimo en todo momento. Por fin pude tener en mis brazos a mi ansiado hijo.

El Alma InundadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora