Prólogo

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Prólogo

El viento acariciaba la tierra, una caricia constante como las ansias de un hombre cuyo camino se enreda en el fracaso. Un alma benevolente, intenta moldear el destino, pero finalmente comprende que, para el renacimiento, él debe sacrificar su existencia.

El viento hacía flotar hojas marchitas por toda la planicie, los árboles eran suavemente sacudidos, creando un ritmo natural relajante para todo el que se encontrara allí, en el cementerio, rodeado de cadáveres enterrados con generaciones y generaciones de personas a muchos metros bajo tierra, adornados con lápidas insignificantes que resumían la vida de cada una de ellas en el mejor de los casos, en otros, simplemente bastaba con que al menos tu cuerpo no fuese abandonado, descuartizado, y mucho menos quemado, todo antes de ser quemado y reducido a cenizas.

Se decía que todo aquel cuyo último aliento se esfumara entre una gruesa llamarada, que avanza implacable hasta acabar contigo, no descansaría en paz jamás y vagaría por las tierras abandonadas hasta el final de los tiempos. Eso decían las personas aferradas a una religión cuyos líderes en épocas anteriores fueron obligados a morir en una hoguera por profesar su fe.

La luna, apenas revelándose en el firmamento, danzaba al compás de su opuesto celestial, el sol. La sinfonía del día y la noche comenzaba, una danza cósmica que marcaba el telón de la realidad. Muchas personas creían que si ambos se personificaban se odiarían, se crearía un conflicto eterno entre sus facciones que llevaría al fin del mundo conocido.

Otros pensaban que la personificación de dos elementos ancestrales serviría de guía a la humanidad. Pero nada estaba más lejos de la realidad que esas dos absurdas teorías, la luna y el sol solo están allí para dar luz, para servir, ¿no es así?

Al menos así pensaba el hombre de pie frente a dos lápidas que a simple vista no eran demasiado importantes, o llamativas, pero que, si se les daba un poco de atención por un momento, de forma instintiva cualquier persona reconocería las medallas colgadas en cada una de ellas.

Símbolos de Gloria y Honor.

Las medallas representaban las hazañas más importantes llevadas a cabo por un militar durante toda su carrera. El hombre que se encontraba frente a las lápidas no tenía el mismo pensamiento, al menos eso mostraba su postura, relajada, con las manos dentro de los bolsillos de su chaqueta, que se encontraba totalmente abierta y sacudida suavemente por el viento, el cabello largo y oscuro se movía hacia el lado izquierdo de su cara, dándole un aspecto cansado, pero sin importar esto, podían verse muchos sentimientos con tan solo apreciar su mirada.

Fría. Directa. Profunda.

Sus rasgos afilados recalcaban la intensidad de la misma, incluso una mueca asomaba en la comisura superior izquierda que se alzaba dejando desnivelados sus labios. Sus ojos color negro como la noche albergaban en si los pensamientos de un hombre, un joven, que estaba resentido con la vida, y con una persona en específico, un monstruo.

Odio. Venganza. Muerte. Sacrificio.

Eso era lo que más añoraba un hombre, un militar, un sanguinario.

El sol ya caía en el horizonte, con paso lento y confiado, como el de una divinidad, reflejó en los ojos del hombre un color rojo opaco, como la sangre seca, pero tan reciente, que deja marcas en un suelo lizo sobre el que murió, sobre el que habían muerto.

Todo era silencio.

—¿Por qué? — susurró el hombre— ¿Por qué me dejaron? ¿Por qué dejaron que Él los matara? — Le imprimió a su voz el sufrimiento de toda una vida. Tenía la intención de revivirlos con solo hablarles, pero muchas veces la intención no cuenta, y los actos, individualmente, sin importar cuán inocentes que se creyese que fuesen, nunca bastaban. Por otro lado, la combinación entre ambos, eso sí que podía marcar la diferencia y por eso mismo era que aquel hombre se odiaba tanto. Tuvo una oportunidad para proteger, salvar y corregir su vida, pero no la había aprovechado.

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