Capítulo 5: Agua

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La actividad en el hospital seguía, sin descanso, una pelea eterna, entre la vida y la muerte.

No obstante, todo pareció detenerse cuando Bale vio a Zara en la puerta de la habitación. Vestida con su uniforme tradicional, pantalones blancos y botas militares oscuras, estas últimas le llegaban hasta la pantorrilla, la parte superior del traje estaba compuesta por una camisa militar de gala, manga larga y de color blanco, con hombreras que sobresalen de color dorado, el cuello alto, dorado. Diagonal a su pecho, cuelga un blasón de color azul marino que tiene bordado un águila alzando el vuelo bajo una esfera que representa la luna. A los costados de sus pantalones cuelgan dos blasones idénticos al que tiene en el pecho. Y, por último, el algo que distinguía a los comandantes de todos los demás soldados, una capa blanca que caía desde sus hombros hasta un poco más arriba de los tobillos, adornada con costuras doradas a los bordes, y letras que identificaban al comandante y su elemento pertinente. Por si no fuese suficiente, Zara llevaba sus hombreras de oro pulidas, haciendo que brillaran cada que se moviese, por mínimo que fuese el movimiento.

Max se irguió rápidamente, pero volvió a sentarse cuando la mujer entró en la habitación y cerró la puerta, yendo directamente hacia Bale para examinar la herida de su frente.

—¿Cómo te hiciste esto? —dijo tomando a Bale por el mentón y elevando su rostro para que le diera mejor la luz de la lámpara — Mejor dicho, ¿quién te hizo esto?

Ninguno de los dos hombres habló. Lo cual ella supo interpretar. ¿Quién podría dejar herido de muerte a un comandante? Y, sobre todo, al segundo más loco de todos. La respuesta era obvia.

—Vi que una enfermera salió corriendo de esta habitación — Continuó diciendo Zara —, ¿qué le ocurrió?

—Bueno, verás, últimamente la gente está muy sensi... —Alcanzó a decir Max cuando Bale lo interrumpió:

—Lek está muerto, al igual que los otros cinco de mis sargentos.

Una vez más, el silencio se alzó victorioso en la pequeña habitación. Aunque la primera en romperlo fue ella:

—Justamente hoy tenía que morir...

—¿Qué se celebra hoy? —dijo Bale, claramente irritado por sus heridas — Que yo recuerde, no hay ningún tipo de festividad ni nada por el estilo hasta el Torneo Elemental.

Zara y Max compartieron una mirada preocupada, no sabían cómo expresar lo que debía suceder esa noche.

—¿Qué ocurre? ¡Suéltenlo ya!

—Lo descubrirás tú mismo — dijo Max, mientras volvía a echarse en su camilla dispuesto a dormir — Si me disculpan, hoy ha sido un día muy agotador, pasar horas y horas viendo esa maldita luz blanca no me ayudan a recuperarme.

Bale y Zara acataron su petición y salieron. A él todavía le costaba caminar con fluidez, agarró como pudo la funda de sus espadas y las arrastró, con paso débil. Parecía que lo hubiese devorado una ballena, y luego lo hubiese vomitado en medio de un pozo lleno de cangrejos gigantes, que no dudaron en pellizcarlo.

Zara cerró la puerta de la habitación y se percató al instante de que todo el personal del pasillo, incluyendo civiles que estaban de visita a sus familiares, reparaban en ellos, pero sobre todo en Bale. Había dos factores importantes que justificaban su actitud: el primero era que se trataba de un comandante herido. Y el segunda era que, el comandante herido era nada menos que El Ángel de la Muerte.

Rápidamente, el pasillo se sumió en conversaciones y murmullos acerca de ese extraño suceso. Aunque claramente la mayoría de personas solo se detendría a hablar pestes sobre el Cid y su temeraria forma de mandar tropas a la muerte.

Portador del FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora