Capítulo 5 - Sábado

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Era sábado por la mañana, muy temprano; era el último día del mundo y el cielo estaba más rojo que la sangre.

El mensajero de International Express dobló una esquina a unos prudentes cincuenta kilómetros por hora, cambió a segunda y paró junto al arcén de hierba.

Salió de la furgoneta e inmediatamente se lanzó a la cuneta para evitar un camión que se le venía encima disparado a una velocidad que excedía con mucho el límite de ciento veinte kilómetros por hora.

Se levantó, recogió sus gafas, se las puso, recuperó el paquete y la carpeta, se sacudió la hierba y el polvo del uniforme y, como si se le acabara de ocurrir, sacudió el puño en dirección al camión que se alejaba a toda velocidad.

-¡Deberían estar prohibidos los malditos camiones! ¡No tienen ningún respeto por los usuarios de la carretera! Y es lo que siempre digo, siempre digo lo mismo, pensad que sin un coche, hijos, no sois más que peatones...

Trepó por la cuneta cubierta de hierba, se encaramó a una valla baja y vio que se hallaba junto al río Uck.

El mensajero de International Express caminó por la orilla del río, con el paquete bajo el brazo.

Ribera abajo se veía un hombre sentado, vestido de blanco. Tenía el cabello blanco, la tez blanca como la cera y, sentado, miraba el río a un lado y al otro, como admirando el paisaje. Tenía el mismo aspecto que los poetas románticos victorianos antes de que el consumo y abuso de drogas empezará a deteriorarlos.

El hombre de International Express no podía entenderlo. Es decir, en los viejos tiempos, y bien mirado tampoco hacía tanto, solían verse pescadores cada diez metros por toda la ribera; los niños jugaban allí, las parejas de enamorados iban a escuchar el murmullo y el borboteo del río, a cogerse las manos y a ponerse tiernos y acaramelados con el atardecer de Sussex. Él mismo lo hacía con Maud, su señora, antes de casarse. Iban allí a darse el lote y, en una memorable ocasión, un revolcón.

Cómo cambiaban los tiempos, pensó el mensajero.

Ahora unas esculturas blancas y marrones de espuma y sedimentos bajaban empujadas por la corriente, lamparones que cubrían cada uno varios metros de la superficie del río. Y las zonas visibles de agua estaban cubiertas de pequeñas partículas de manto petroquímico.

Se oyó el aleteo de dos gansos que, agradecidos de estar de vuelta en Inglaterra tras el largo y agotador viaje a través del Atlántico Norte, aterrizaron en el agua irisada, y se hundieron sin dejar rastro.

Cómo está el mundo, pensó el mensajero. El Uck, que siempre ha sido el río más bonito de esta parte del mundo, ahora no es más que una cloaca industrial con pretensiones. Los cisnes se hunden y los peces flotan en la superficie.

Pero en fin, así avanza la ciencia. No se puede parar el avance de la ciencia. Había alcanzado al hombre de blanco.

-Disculpe, señor. ¿Se llama usted Yeso de apellido?

El hombre de blanco asintió, sin decir nada. Se puso de nuevo a mirar el río, siguiendo una impresionante escultura de espuma y residuos con la mirada.

-Cuánta belleza -susurró-. Es todo tan hermoso.

El mensajero se vio temporalmente desprovisto de palabras. Entonces sus sistemas automáticos tomaron el mando. -Cómo está el mundo, fíjese, o sea, te pateas el mundo entero entregando paquetes y va y te mandan a tu propia casa prácticamente, quiero decir, señor, que yo me he criado aquí, y he estado en el Mediterráneo, y en Des O' Moines, que está en América, y ahora aquí estoy, y aquí está su paquete.

Yeso de apellido cogió el paquete, cogió la carpeta y firmó. El bolígrafo soltó una mancha y la firma se emborronó al instante. Era una palabra larga, que empezaba por P, luego tenía un manchurrón y acababa con algo que podía ser encía o ución.

Juramento Eterno (Good Omens)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora