HAMBRE

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Un gran cúmulo de dolor se apoderaba de su cuerpo. Las sombras danzaban espléndidas alrededor de este, presagiaban su caída, su derrota absoluta, burlándose de él. Los quejidos salían de su boca, contra su voluntad, al igual que un hilo de su propia sangre de un color parecido a aquel tedioso abrigo rojo que osaba de mala fé en nunca querer quitárselo. Alastor había sellado su destino, como un vil pecador. Pactando su traición, no con un beso, sino con un baile. Su último baile.



La herida se abría con cada bocanada de aire que tomaba. Fuerte, punzante, doloroso. Frente a él, una mirada sostenía la suya, irritado, fastidiado de volver a caer bajo, pero sobre todo, adolorido, enojado; por seguir creyendo en algo imposible, por su ingenuidad, por la traición reflejado en aquellos ojos rojos, por saber de antemano toda la verdad y, aún así, seguir cayendo.



Alastor sabía que era su final. Estaba escrito en aquellos pasos, decididos, marcando un compás. Él había creído torpemente, dejando su lado vulnerable por confiar mucho en sí mismo, que el gran Rey sería burlado fácilmente con su pequeña debilidad. Gran error. Creyó que él era quien dirigía el ritmo del baile, la fuerza y el tiempo. Sostuvo esas suaves manos que por un instante fueron suyas, antes dispuesto a quebrarlas, ahora deseando con todas sus fuerzas no soltar jamás.



Toda su vida, y la segunda de ellas, había soñado con devorarlo todo. Tratar de saciar un hambre imposible. De poder y de deseo, más solo, lo único que sentía era un terrible vacío, insaciable.



Creyó que su ambición era más poderosa que todo lo demás, y que aún si tuviera que revender su alma una y otra vez, todo habría válido la pena.



Devorar a Lucifer era la cúspide de su gran danza, su más grande ambición. No se detuvo a pensar, que su misma codicia no le permitiría ver los dientes de su presa, confiando solo en la apariencia blanda de aquel ser. Que, por mucho que quisiera algo diferente, antes de que el ser rojo le clavase los dientes, este mismo danzaría para provocar su caída.



Y así, como si de una macabra coincidencia se tratase, lo que tanto anhelaba su alma, sería lo mismo que lo devoraría. Su orgullo era lo único que seguía firme, lo único que lo motivaba a seguir de pie, aún cuando ya lo había perdido todo.



Danzando hasta su muerte, solo por poder contemplar por última vez esos grandes ojos rojizos, tan celestiales, tan ardientes que su sola mirada todo lo podría quemar. La divina mirada de quien alguna vez fue un hermoso ángel. Una luz imborrable, una brillante estrella en medio de la penumbra del mal. Lo inalcanzable.



No había arrepentimiento en su mirar. No había redención para su alma. Solo oscuridad. Y la aceptaría con esmero una última vez. Una última vez se atrevería a brillar tanto para terminar por apagarse, para siempre.




Y así como lo brillante se apaga y lo limpio se pudre. Lo bueno se corrompe y lo malo nunca cambiará

DANZA MACABRA (RadioApple/AppleRadio)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora