Capítulo Cuatro

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Edith estaba aterrorizada.

Frente a ella, aún en la oscuridad de la noche, podía divisar las pequeñas casas del pueblo. Había esperado a que todas las luces que se filtraban a través de las ventanas se apagaran para poder proseguir el plan.

Pero cuando el momento llegó, se paralizó. Escuchaba voces, de hecho, gritos. Aún sin haber prendido aún la primera chispa, ya podía ver las llamas apoderándose de todo.

Si lo hago, pensó, me perderé a mi misma. De nuevo.

Edith puso la capucha de su capa sobre su cabeza.

Pero si no lo hago, no sé que podría llegar a hacer Alexander contra mí. Desconfío mucho de él. Tengo miedo.

Esta última frase se repitió una y otra vez dentro de su cabeza, mareándola.

Tengo miedo. Tengo miedo. ¡Tengo miedo!

Antes de darse cuenta, el fuego se había esparcido. Corrió de allí lo más rápido que pudo.

◈◈◈

Edith bajó las escaleras hasta el sótano al escuchar el cruel y desagradable escándalo. Los gritos, las lágrimas y la sangre inundaban el ambiente.

Allí, sus padres maltrataban a la pobre criatura que ella apreciaba tanto. A pesar de no verla casi nunca debido a las órdenes de los mayores, Edith amaba a Joanne con todo el corazón. Y Joanne lo sabía.

La joven despertó agitada de su sueño, respirando entrecortadamente. El sudor cubría su cuerpo y había llorado, por lo que sacó todos los recuerdos y malos pensamientos de su mente y se levantó a bañarse.

Ahora dormía en aquella lujosa habitación que le habían prometido. La verdad era que se sentía enferma teniendo aquellos privilegios por perjudicar a los demás, pero no sabía como decirle a Alexander que la devolviera al demacrado pueblo del que había salido.

Edith se puso un largo y elegante vestido azul que el rey le había dejado a los pies de la cama para bajar a cenar, y abrió la puerta.

Al bajar las escaleras que decendían al primer piso se topó con el viejo mentor, escudriñándola con una mueca de asco.

-¿Hay algo que lo inquiete?- inquirió con respeto.

-Solo que una mendiga como usted luzca un vestido así.

-Déjela en paz, Antoine.

El bello de la piel se le erizó a la chica. Al darse la vuelta, Alexander estaba justo detrás de ella con una simpática falsa sonrisa.

-Recuerde que nos ha ayudado respecto al tema de nuestros queridos difuntos.

Tras el intercambio de una mirada cómplice entre el joven y el anciano, el mentor sonrió ampliamente.

Era una sonrisa perversa de dientes torcidos y amarillos. Edith pensó que si los lobos pudieran sonreír, esa sería la sonrisa que pondrían al atrapar un inocente conejo.

-Mis disculpas, señorita.

Tras eso, desapareció entre las paredes, sin borrar su siniestra sonrisa.

◈◈◈

El silencio que había en aquella cena era casi intimidante, para dos de los presentes.

Uno era Edith que, mientras comía un delicioso puerco con un rey demente, quería gritar. Gritar que lo que había hecho estaba mal. Que lo que estaba haciendo estaba mal.

Y el segundo no era Alexander. Estoy hablando del sirviente que le estaba sirviendo vino a Edith. Era apenas un niño de no más de ocho años de brillantes cabellos plateados.

Sin embargo, lo que más llamaba la atención de él era era que la mitad de su cara estaba calcinada. Solo uno de sus ojos era oscuro como la noche y el otro estaba ciego. Edith sentía una gran lástima al mirarlo, así que casi no lo hizo. No hasta que el niño la miró directamente a los ojos.

Acercó su rostro tímida pero fugazmente hacia el de ella, haciendo de Edith quedara cara a cara con su desfigurado rostro.

-Él quemó nuestros hogares anoche.

Aquel susurro hizo que la respiración de la joven se detuviera mientras el niño se alejaba y salía de la sala. Edith apretaba sus puños con fuerza, ahora sabiendo que el niño provenía de aquel pueblo, pensando una y otra vez en sus palabras.

Ella solo había quemado los campos. Luego de salir corriendo de pronto se había detenido y vuelto para asegurarse, con un balde de agua entre las manos, que ni una llama saliera de ese terreno hacia las cabañas. Entonces, ¿quien lo había hecho? Fácil, el infante lo había mirado de reojo con temor antes de retirarse. Y estaba devorándose un puerco.

-S-su majestad... ¿Qué hizo anoche? Cuando volví... Antoine dijo que ya estaba dormido.

El rey dejó de comer y la miró inexpresivamente, como si no llevara un alma dentro de sí.

-Era mentira, ¿no es así?- interrogó Edith, reuniendo toda la seguridad y confianza que le quedaba.

Entonces Alexander sonrió simpáticente.

-La acompañaré a su habitación.

Se puso de pie, ella se obligó a hacerlo, y el rey cerró su mano alrededor del delgado brazo de la joven para conducirla por los pasillos. Edith sentía que se lo iba a quebrar de tan fuerte que se aferraba a él. No tenía oportunidad de escapar de su agarre.

Una vez llegaron a aquella habitación perfecta, Alexander abrió la puerta y dijo firmemente:

-Por supuesto que era mentira.

Edith quiso volverse a ver su expresión, sin poder creerlo; pero entonces Alexander la empujó bruscamente dentro de la habitación, haciendo que cayera sobre el suelo. Luego, cerró la puerta de un portazo y puso llave, sin escuchar los gritos y llantos de la joven.

The Evil King & The Heartless PrincessDonde viven las historias. Descúbrelo ahora