CAPÍTULO IV

15 7 15
                                    

Había resistido con éxito las primeras tareas que me había encomendado la joven india, aunque no estaba segura de que el resultado de ninguna de ellas hubiera sido igual de extraordinario

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Había resistido con éxito las primeras tareas que me había encomendado la joven india, aunque no estaba segura de que el resultado de ninguna de ellas hubiera sido igual de extraordinario. Incluso para mí misma había resultado una sorpresa.

Me había dado cuenta de que realizando labores era mucho más sencillo abstraerse de aquella terrible realidad que me acechaba. Incluso aunque mis manos comenzaran a doler de tanto frotar la ropa o mis pies se resintieran por ir descalzos sobre la hierba salvaje de aquel lugar que llegaba a pinchar; sabía que era mucho mejor que quedarse encarcelada en aquella tienda pensando en por qué Dios me había hecho tan desafortunada. Sin duda, no había peor condena que la de los pensamientos.

En el campamento parecía estar el ambiente más animado. Los hombres ya se habían despertado y era el momento en que las mujeres que llevaban varias horas trabajando les preparaban el desayuno. 

Me sorprendió ver delante de la olla a la Abuela Émar, agarrando con fuerza una cuchara de palo que revolvía dentro del recipiente de metal, mientras charlaba con el resto de mujeres que también se encontraban haciendo labores.

Debió notar que la miraba porque enseguida se giró hacia mí, que la observaba a varios metros de ella, mientras le quitaba las hojas y tallos a unas ramas que me habían ordenado recoger para leña. Enseguida bajé los ojos de nuevo a mi faena, completamente avergonzada de que me hubiera encontrado chismeando lo que hacía.

—Lidhíaa —me llamó pronunciando mi nombre como pudo, haciendo señas con la mano para que me acercara hasta allí. Levanté la cabeza, completamente atónita, sin saber muy bien si debería ir o no— ¡Lidhía! —insistió.

No tuve más opción  que salir de mi escondite, dejando las ramas en su cesta, y levantándome del suelo; permitiendo ver a todo el mundo mi camisón lleno de una especie de mezcla de arena y sudor, que lo habían vuelto de color marrón oscuro. Me acerqué hasta la anciana con el rostro gacho y las mejillas sonrosadas. Sentía las miradas del resto de mujeres que la acompañaban, quemándome en la nuca. Todas se habían quedado completamente en silencio, a pesar de que yo tan siquiera podía entenderlas.

—Dígame, señora —A ella no me importaba hablarle con el respeto merecido, era la única que me había demostrado tenerlo por igual conmigo.

—Tú aprender —me tendió la cuchara de madera y me cedió su lugar ante la enorme olla.

Asentí y agarré la cuchara, dejándome guiar por los movimientos en círculos que ella hacía en el aire. Al igual que hacía unas horas con la ropa y la tabla de lavado ella me estaba enseñando. Su presencia no sólo era de agradecer sino tranquilizadora. Era una buena persona. 

Revolvía con cierta dificultad la masa espesa, eran una especie de gachas con trozos de arándanos que le daban cierto subtono azulado. Sin duda era un desayuno contundente.

Al ver con cuánto mimo me trataba la abuela Émar, el resto de mujeres parecieron bajar la guardia y volver a  conversar mientras hacían alguna que otra labor cotidiana. A pesar de no poder entenderlas, sabía que estaban charlando de cosas agradables: sonreían y soltaban alguna risilla. 

Fuera de la Ley #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora