El cielo, aquella noche, parecía estar salpicado de miles de brillantes estrellas, no podían caber más. Reposaba mi cabeza sobre el respaldo de la mecedora, el chal que cubría mis hombros aplacaba el frío proveniente del viento de las montañas. Me gustaba disfrutar de aquellas noches de otoño en nuestro pequeño porche.
Levanté la mirada al oír unos golpecitos en la ventana, Carmen -la ama de llaves- estaba al otro lado haciéndome señas para que entrara. Seguramente por órdenes de mi padre, pues ya era demasiado tarde y no era seguro estar afuera.
Aunque mi padre siempre había sido permisivo en ese aspecto, últimamente todos en el valle nos sentíamos bastante inseguros. Últimamente no dejaban de llegar noticias de indígenas que aprovechan la oscuridad de la noche para entrar en las casas, robar e incluso atacar a las personas que se encontraban en su camino. Se decía que no tenían piedad.
A pesar de que no podía negar que aquellos rumores me inquietaban, lo cierto era que tener a mi padre en casa me daba una gran seguridad que me hacía restarle importancia. Sin duda aquellos días que mi padre había solicitado de permiso, había hecho cambiar en cierto modo la situación en casa, tan solitaria a veces.
Carmen insistía dando más golpecitos. Se podía ver en su rostro cómo se impacientaba.
—Ay, qué insistente —exclamé—. ¡Ya voy, ya voy! —Recogí el libro que había comenzado a leer aquella misma tarde del alféizar y me levanté de mi asiento, sacudiéndome los granos de arena que el viento había llevado hasta mi falda.
Me adentré al interior de la casa, cerrando la puerta y asegurándome de que lo hubiese hecho bien.
—Señorita, no me haga preocuparme más de esta manera. No es adecuado que una mujer permanezca fuera de su casa después del atardecer. —Carmen me quitó el libro de entre las manos y lo dejó encima de una butaca que había en el recibidor.—. Venga, a la cama, antes de que su padre se inquiete más.
Carmen me guio hasta mi cuarto gracias a la luz que nos proporcionaba un quinqué que sostenía en la mano. Una vez allí, me ayudó a desvestirme y a ponerme el camisón. También me deshizo el recogido que me había hecho por la mañana y me desenredó el pelo. Había dejado que todo él callera sobre mis hombros y mi espalda, como si fuera una cascada de color carbón repleta de ondulaciones.
—¿Se acuerda señorita cuando era pequeña y huía de mí cada vez que la quería cepillar? —Me sonrió a través del espejo, sonrisa que yo le devolví de igual manera.
Carmen siempre había estado con nosotros, al menos desde que tenía uso de razón. A veces sentía que con ella tenía un vínculo parecido al que podría haber tenido con mi madre.
—Claro que me acuerdo. No podía soportar cuánto me tirabas del pelo.
—Exagerada —musitó, mientras me terminaba de cepillar.
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Fuera de la Ley #PGP2024
Ficción históricaEn la transición del siglo XVIII al XIX, en el territorio con el que se había hecho la Corona española y los comanches seguían proclamando como suyo, las tensiones eran cada vez mayores, la revuelta era inminente. Lidia Álvarez hija de un rico burgu...