En la capital del reino, se erigía una academia de renombre, conocida por formar a los guerreros más temidos y a los estrategas más brillantes de la nobleza. Entre sus alumnos se encontraba la princesa Agnes, una joven de extraordinaria belleza, cuyo cabello rojo y largo la hacía resplandecer como una joya entre la nobleza. La academia no solo formaba guerreros, sino también futuros líderes en negocios y estrategia, cada uno destinado a desempeñar un papel crucial en el reino.
En el ala destinada a los futuros guerreros, destacaba un niño de 8 años llamado Ansel. Con su cabello y ojos negros, y un rostro travieso, Ansel era conocido como "el interrumpidor de las clases". Su constante inclinación a las travesuras le había ganado el rechazo de muchos de sus compañeros, pero su espíritu indomable no conocía barreras. A pesar de sus travesuras, Ansel había formado un vínculo especial con la princesa Agnes. Ella, con su gracia y paciencia, siempre encontraba la manera de corregirlo y guiarlo.
La princesa Agnes, a pesar de su corta edad, ya era vista con admiración y respeto. Su trato especial no solo se debía a su linaje, sino también a su carácter y belleza. Su presencia en la academia era un faro de inspiración para todos.
Con la llegada de los últimos exámenes del año, una atmósfera de tensión y expectación se apoderó de la academia. Esta prueba final no sería como las anteriores; los alumnos tendrían que aventurarse solos, enfrentándose a desafíos que pondrían a prueba su valentía y habilidades de supervivencia. Los grupos se habían formado, y el destino había querido que Ansel y Agnes estuvieran juntos.
Esa tarde, el grupo se dirigió hacia el este, hacia el bosque que bordeaba la ciudad. Su destino era una antigua mina abandonada, un lugar envuelto en leyendas y misterios.
—Espero que no cometas ningún error, bufón —dijo Agnes a Ansel con una sonrisa juguetona, sus ojos verdes brillando.
—Tranquila, princesa. Estoy listo para todo. Recuerda que soy el mejor de la clase, esta pequeña espada de madera es suficiente —respondió Ansel, levantando su espada de juguete con una confianza que rozaba la arrogancia.
El camino al bosque estaba lleno de murmullos y susurros, los examinadores les habían explicado su misión: debían encontrar una piedra legendaria llamada "piedra solar". Se decía que, en la antigüedad, esta piedra tenía el poder de afilar las armas que podían derrotar a las criaturas más temibles. En la mina, había muchas piedras solares, pero el verdadero desafío era llegar hasta ellas. El camino estaría lleno de trampas y peligros inesperados, aunque los examinadores aseguraban haber tomado medidas para su seguridad.
El bosque era un reino en sí mismo, un lugar donde la naturaleza parecía tener vida propia. Los árboles eran gigantescos, con troncos tan anchos que parecían haber estado allí desde el principio de los tiempos. Sus ramas altas y densas formaban un dosel tan cerrado que apenas dejaba pasar la luz del sol, sumiendo todo en una penumbra constante.
El suelo estaba cubierto de una alfombra espesa de hojas caídas, musgo y helechos. Cada paso que daban, crujía suavemente, produciendo un eco amortiguado que se perdía en la inmensidad del bosque. A medida que avanzaban, el aire se volvía más fresco y cargado de humedad. El aroma a tierra mojada y vegetación en descomposición llenaba sus sentidos, mezclándose con el olor a madera vieja y resina.
El bosque estaba vivo con sonidos sutiles: el murmullo del viento que se deslizaba entre las hojas, el susurro de pequeños animales moviéndose entre los arbustos, y el canto distante de pájaros escondidos en las copas de los árboles. Había también un zumbido casi imperceptible, como si el propio bosque respirara lenta y profundamente.
—Recuerda, Ansel, la clave es mantener la calma y pensar antes de actuar —dijo Agnes, su voz firme pero serena, mientras sortearon un arroyo traicionero.