El amor

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Sin pensarlo un momento, se quitó el delantal con un arrebato y salió de la cafetería, dirigiéndose calle abajo hacia la sede de aquel periódico. Agarró dos autobuses y le pidió a una joven que la llevara un tramo en bicicleta. Cuando llegó al periódico, la noche caía y estaban cerrando.

—¡Quiero hablar con Marcus Jefferson! —exigió Pepita, con el rostro encendido por la mezcla de frustración y determinación. Un joven de gafas, que cerraba el lugar, la miró sorprendido.

—Señora, son las nueve y media de la noche... Marcus ya se marchó hace rato.

—Necesito saber dónde vive... verá, soy amiga de su madre —respondió con una sonrisa forzada. Mentir no es malo si buscas un bien común, recordaba las palabras de su abuelo Gustavo.

El joven titubeó, dudando, pero finalmente cedió ante la mirada intensa de aquella mujer que no aceptaba un no por respuesta.

Así fue como, a las diez y cinco minutos de aquella fría noche de invierno, la puerta del apartamento de Marcus Jefferson fue golpeada con un ímpetu arrollador. Él, que no esperaba a nadie, abrió la puerta con el ceño fruncido, solo para encontrarse con una figura que jamás habría imaginado ver allí. Sus ojos se encontraron, y el color se esfumó de su rostro al reconocerla, para regresar de inmediato en forma de un calor repentino y un latido frenético en su pecho.

—Se... señora Blasco... —balbuceó, asombrado.

—¡Señorita! —corrigió ella con firmeza, antes de lanzarse al ataque—. ¡¿Por qué lo hace?!

Marcus la miró, desconcertado.

—¿Por qué hago qué? ¿Escribir sobre...

—¡No! —lo interrumpió Pepita con un grito—. ¡¿Por qué diablos no se toma el café?! Usted llega y se sienta, día tras día, ¡y no prueba ni un sorbo de mi maravilloso café! Paga, se va, y vuelve otra vez. ¡No lo entiendo! ¡Escribe cosas fantásticas sobre él, sobre mi cafetería... la cafetería de mi abuela! —se llevó la mano al pecho, herida en su orgullo—. ¡Sin embargo, no toma ni un maldito sorbo! ¡¿Por qué?!

Los ojos oscuros de Pepita se llenaron de lágrimas, una mezcla de rabia y pena que no podía contener.

—Porque en ese café de la calle Bakers, sirve café la mujer más hermosa, valiente y temperamental que he visto jamás. Y desde el primer momento en que la vi, cuando pasé por la ventana, me enamoré de ella, de una manera que no sabría describir, aun dedicándome a ello.

Sus ojos azules se clavaron en los de Pepita con una intensidad que la dejó sin aliento. Por tercera vez en aquel día, y por culpa de ese hombre, Pepita Blasco no supo qué decir. Le habían hablado del amor, de cómo llegaba como una tempestad, para desordenarlo todo, empezando por su equilibrio. Siempre había pensado que estaría preparada, como su abuela Brunilda le decía una y otra vez. Pero ahora entendía por qué su abuela reía cada vez que lo mencionaba. Con razón se reía, pensó en ese instante, con el corazón latiendo a un ritmo desconocido.

Aquel hombre era un enclenque, alto, de ojos azules, un blanquito más con el que había aprendido a lidiar en su vida, siempre luchando por derechos y verdades. Pero desde que lo vio sentado en la mesa diez, su curiosidad por él se había abierto paso en sus entrañas, hasta llegar al corazón. ¿Cómo era posible?

Ese hombre había escrito maravillas sobre ella y su cafetería, desde las sombras, sentado en aquel rincón. Había elevado su pequeño local a la cumbre del reconocimiento, y ella ni siquiera se había dado cuenta de que, día tras día, su elegancia discreta, su perfume limpio y fresco, y su saber estar la habían penetrado hasta el alma.

Pepita tembló, con la mano aún en su pecho, mientras la sangre caliente que le corría por las venas la empujaba hacia una locura impulsiva. Sin pensarlo dos veces, aferró con fuerza aquella corbata a medio anudar y tiró de él, acercándolo con decisión hasta que sus labios se encontraron en un beso que dejó de lado toda duda.

Marcus sintió que el mundo se quebraba bajo sus pies, cayendo en un precipicio con sabor a café y a canela. Los labios carnosos de Pepita, con los que tanto había soñado, lo elevaban al cielo para luego dejarlo caer de golpe. Cuando se separaron, ambos se miraron, sonrientes y con el corazón acelerado.

—Creo que tu manera de camelar a mujeres no es la adecuada —dijo ella, con una chispa de humor en los ojos.

—Pues a mí me parece que ha funcionado —contestó él, devolviéndole la sonrisa.

Pepita, que aún sostenía su corbata, le regaló una enorme sonrisa, cómplice.

—¿Qué te parece si te invito a un café para conocernos mejor? —sugirió él, su voz cargada de esperanza.

—Conozco el sitio perfecto... —respondió ella, guiñándole un ojo.

—¿Podré tomar un batido a partir de ahora? —preguntó él, casi como una broma, aunque con un toque de nerviosismo.

—Sí, si los conviertes en los mejores de la ciudad —respondió ella con una risa suave.

Él sonrió, aún un poco nervioso, y agarrando su chaqueta y sombrero, ambos salieron al frío de la noche, abrazados como dos enamorados, con el futuro lleno de promesas y el aroma del café como su cómplice.

El Café de la calle BakersDonde viven las historias. Descúbrelo ahora