El periodista

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Al día siguiente, toda la ciudad hablaba de lo ocurrido en el café de la calle Bakers. La historia de cómo su dueña, una hermosa mujer latina, había puesto en su lugar a dos mamarrachos de poca monta se había difundido rápidamente.

Hernando, el camarero, se reía mientras leía el artículo del periódico que narraba el incidente.

—Jefa, es usted una fiera indomable —dijo entre carcajadas—. Debería presentarse para presidenta de los Estados Unidos.

Pepita, mientras secaba las tazas detrás de la barra, movía las caderas al compás de la música, con una sonrisa de satisfacción. A lo lejos, en la mesa junto a la ventana, aquel joven escritor se levantó una vez más y se marchó de forma discreta. Cuando Pepita llegaba a la mesa diez para recoger, y veía el café americano sin tocar, un ardor la invadía, como si se la llevaran los demonios.

—¡Maldita sea! —gritó con tanta fuerza que Hernando, uno de sus camareros, se sobresaltó a lo lejos—. ¿Pero quién se cree que es, para despreciar mi café de semejante manera?

El café de la abuela Brunilda era sagrado. ¿Cómo podía haber alguien en aquella ciudad que lo despreciara, si hasta los periódicos lo proclamaban como el mejor café del mundo? Pepita se propuso conquistar a aquel hombre, fuera quien fuera. No volvería a permitir que despreciara su café. Así que, sin mediar palabra, cada día añadía algo nuevo a la mezcla.

Probó con chocolate, cardamomo, canela y vainilla. Añadió gotas de menta, hierbabuena y un toque de almizcle hecho de especias. Experimentó con diferentes temperaturas, le ofreció galletas, bizcocho y fruta de temporada. Pero día tras día, aquel hombre enclenque de la mesa diez se iba sin tocar su café.

Aquel día, poco antes de que el invierno hiciera su entrada, cuando el hombre se marchó, Pepita lo siguió con la mirada encendida. Apenas hubo cerrado la puerta tras de sí, ella taconeó con determinación, moviendo las caderas con fuerza, hasta llegar a la mesa. Al ver la taza intacta, se santiguó mirando al techo varias veces, besando con fervor la punta de sus dedos en cada ocasión.

—¿Pero este mequetrefe quién es? ¡Ay por dios bendito que se lo lleven los demonios ya mismo!

—Es Marcus Jefferson —dijo una voz a su espalda. Pepita se giró angustiada y vio a la joven de color que, aquel día, ella había defendido. La muchacha seguía volviendo día tras día para disfrutar del café. —Es un periodista famoso, de ese periódico que lee todos los días.

Hernando, que se encontraba barriendo el local, se paró en seco.

—¡¿Marcus Jefferson?!..¿Lo dices en serio?

La joven asintió.

—¡¡Quién diablos es ese tipo!! —Pepita que seguía con la taza y el paño de limpiar en la mano les miró echa una furia.

—¡Es el que ha escrito todas las críticas buenas sobre este lugar, jefa! —exclamó Hernando, agitando los brazos todo lo que la escoba le permitía.

Pepita Blasco, por primera vez en su vida, se quedó sin palabras durante unos minutos. Cuando se recuperó de aquel galimatías, volvió a gritar:

—¡¿Pero por qué no se toma el café?!

El Café de la calle BakersDonde viven las historias. Descúbrelo ahora