CAPÍTULO III

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David colgó el teléfono, su mente todavía tambaleándose por la llamada de Ana. El mundo parecía haberse detenido en el instante en que escuchó la noticia. Tomás, su amigo, su compañero en el secreto que los unía, se había quitado la vida.

Se dejó caer en el sofá de su habitación, con la mirada perdida en el techo. Las palabras de Ana seguían resonando en su cabeza, cada una más pesada que la anterior. "Tomás se ha suicidado". No podía procesarlo, no quería creerlo. Se pasó las manos por el cabello, tratando de ordenar sus pensamientos.

El silencio en su habitación era ensordecedor, roto solo por el zumbido lejano del tráfico nocturno. Afuera, el mundo seguía girando, ajeno a la tormenta que se desataba dentro de él. David se levantó y comenzó a pasearse de un lado a otro, sus pasos resonando en la pequeña habitación.

Finalmente, no pudo soportarlo más. Tomó su chaqueta y salió al frío de la noche, necesitando el aire fresco para despejar su mente. Caminó sin rumbo por las calles vacías, tratando de encontrar sentido a lo que había sucedido. La ciudad dormía, pero en su mente, los recuerdos estaban despiertos y vivaces.

Recordó la noche de la fiesta en casa de Diego y Laura, la euforia, las risas, y luego, el horror. Recordó cómo todos habían decidido ocultar lo que había pasado, cómo se habían prometido no decirle a nadie. Ahora, con la muerte de Tomás, esa promesa parecía un lazo que los estrangulaba.

Caminó hasta llegar a un parque desierto y se sentó en un banco. La oscuridad lo envolvía, y el frío se colaba por su chaqueta, pero no le importaba. Sacó su teléfono y volvió a marcar el número de Ana. Necesitaba hablar, necesitaba entender.

—Ana —dijo, cuando ella respondió—. Tenemos que hacer algo. No podemos quedarnos así.

Ana respiró hondo al otro lado de la línea.

—Lo sé, David. Pero no sé qué podemos hacer. Tomás... Tomás está muerto y no sabemos qué va a pasar ahora.

David cerró los ojos, tratando de contener las lágrimas.

—Tenemos que hablar con Javier. No podemos dejar que esto nos destruya.

—Sí —respondió Ana, su voz apenas un susurro—. Mañana, después de clases. Nos reuniremos en el viejo almacén. Allí podremos hablar sin que nadie nos escuche.

David asintió, aunque sabía que Ana no podía verlo.

—Está bien. Mañana, entonces.

Colgó el teléfono y se quedó en el banco, mirando el horizonte. La noche era oscura y fría, y las sombras del pasado parecían más cerca que nunca. Pero sabía que no podían seguir huyendo. Tenían que enfrentar la verdad, por dolorosa que fuera.

David colgó el teléfono y se quedó en el banco, mirando el horizonte. La noche era oscura y fría, y las sombras del pasado parecían más cerca que nunca. Pero sabía que no podían seguir huyendo. Tenían que enfrentar la verdad, por dolorosa que fuera.

Mientras reflexionaba, un auto pasó por la calle desierta, sus faros iluminando brevemente a David antes de seguir su camino. David lo observó desaparecer en la distancia, un recordatorio de que el mundo seguía girando en su entorno.

El auto era conducido por Robert, un hombre de mediana edad con el ceño fruncido mientras hablaba con su esposa, Karen, por el altavoz del coche.

—Sí, cariño, ya sé que el proyecto es importante —decía Robert, tratando de mantener la calma—. Pero no puedo hacer milagros. Si el proveedor no entrega a tiempo, estamos atados de manos.

Karen suspiró al otro lado de la línea.

—Lo entiendo, Robert. Solo estoy preocupada. Sabes cómo es el jefe cuando las cosas no salen según lo planeado.

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