TSUKISHIMA

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11 años

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11 años

Habíamos logrado arreglar algunas cosas con las compañías de agua y luz, aunque la situación seguía siendo demasiado complicada para mí. Mis padres tuvieron que pedir un préstamo para poder salir adelante, pero no parecían contentos con la idea. A menudo escuchaba a Akiteru hablar de los préstamos, explicando que se tenía que devolver con intereses, y eso solo me preocupaba más.

No entendía completamente la situación, pero sentía una gran necesidad de ayudar, aunque no sabía cómo.

Un día, mi padre me llevó al supermercado. Akiteru estaba en el asiento del copiloto, y yo estaba en el asiento trasero, jugando con mi muñeco de dinosaurio. A pesar de que ya tenía once años, seguía amando ese juguete con todo mi corazón. Mientras jugueteaba con él, me sentía un poco más en paz a pesar de todo el caos que nos rodeaba.

De repente, un grito penetrante resonó desde la acera. Era una chica, y parecía que alguien estaba intentando robarle. Mi padre detuvo el auto de golpe y nos dijo que nos quedáramos donde estábamos. Me asomé por la ventana, mi corazón latiendo rápido por la adrenalina. Vi a mi padre salir del auto con una determinación que nunca antes había visto en él.

Desde donde estaba, pude ver cómo mi padre se acercaba a los ladrones, su voz retumbaba en el aire mientras les gritaba algo que no podía distinguir con claridad. Los ladrones se miraron entre sí, asustados, y finalmente decidieron huir a toda prisa. La chica que había sido robada se quedó ahí, mirando a mi padre con una expresión de agradecimiento antes de desaparecer por la calle.

Sentí una oleada de orgullo y admiración por mi padre. En medio de todas las dificultades y el estrés en casa, ver a mi padre actuar así, como un héroe, me hizo sentir un profundo respeto y admiración. Me di cuenta de que, a pesar de los problemas y las tensiones, él seguía siendo valiente y dispuesto a ayudar a los demás. Su acto de valentía me hizo sentir que, quizás, todo iba a estar bien.

Cuando mi padre volvió al auto, tenía una expresión de satisfacción y alivio en su rostro. Aunque no dijimos nada sobre lo que había pasado, yo sabía que ese momento iba a quedarse conmigo por mucho tiempo. Mi padre era mi héroe, y a pesar de las dificultades, sentía que tenía un ejemplo a seguir.

Luego de unas semanas, descubrí que la muestra de heroísmo de mi padre no había hecho más que empeorar las cosas. Ahora llegaban cartas de amenazas a nuestra casa. Una noche, mientras pasaba por el pasillo, escuché a mis padres conversando en voz baja. Decían que una pandilla los buscaba y que debían hablar con la policía.

Intrigado y asustado, fui a la habitación de Akiteru— ¿Qué está pasando?

—Los chicos que papá ahuyentó son malos, ahora quieren vengarse por lo que hizo.

—No entiendo. Papá fue un héroe.

—Un héroe para algunos es un villano para otros, Kei.

Los días siguientes pasaron en un borrón de caos. Policías y abogados iban y venían de nuestra casa, hablando de cosas que no podíamos pagar. Lo último que escuché de un oficial fue que todo estaría bien, que podrían ser solo amenazas sin sentido, que no teníamos por qué tomarlas en serio. Pero mi padre no estaba de acuerdo; le gritó algo al oficial que no entendí, ya que mi atención estaba fija en mi madre, que sollozaba en el sofá.

Me acerqué a ella y la abracé. Ella me rodeó con un brazo y me atrajo hacia ella. Sentí su cálido abrazo y el familiar olor de su perfume, un olor que sabía que extrañaría en un futuro más cercano de lo que creía.

Al día siguiente, fuimos al banco. Por fin podíamos pagar una parte del préstamo. Mi madre tarareaba en el asiento del copiloto mientras mi padre reía. Akiteru se veía despreocupado con sus auriculares puestos. Por primera vez en semanas, sentí un rayo de esperanza en medio de la tormenta.

Pero entonces, mi padre detuvo el auto bruscamente. Sus nudillos estaban blancos de apretar el volante con fuerza.

—Papá— murmuré notando la tensión en el ambiente.

Akiteru se dio cuenta de la situación y se quitó los auriculares, prestando atención hacia el frente. Un grupo de jóvenes estaba parado frente al auto. Uno de ellos se acercó con una palanca y rompió el vidrio del conductor. Todo sucedió muy rápido. Akiteru me movió rápidamente, cubriéndome con su cuerpo y empujándome hacia el suelo del auto.

—¡Quédense aquí!— gritó mi madre, tratando de acercarse para protegernos.

Mi padre intentó decir algo, pero uno de los jóvenes lo golpeó con la palanca. Otro apareció en la ventana del copiloto con una pistola.

—¡No toquen a mis hijos, por el amor de Dios, no les hagan nada!— suplicó mi madre con su voz llena de desesperación.

Akiteru cubrió mis ojos, pero no pudo tapar mis oídos. Escuché un disparo y sentí la sangre de mi padre salpicar el asiento. Los lamentos de mi madre resonaron en el auto y luego otro disparo los silenció.

Después de un terrible silencio, varios pasos se alejaron. Quise levantar la cabeza, quería saber qué había pasado, pero Akiteru me mantuvo la mirada en el suelo, impidiendo que viera. Me sacó del auto con cuidado.

Sentía que el mundo se había vuelto del revés, como si estuviera atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar. El abrazo protector de Akiteru me mantenía anclado a la realidad, pero el terror y la tristeza me abrumaban. Mi padre, mi héroe, ya no estaba. Y el olor a perfume de mi madre, ahora mezclado con el miedo y la desesperación, sería un recuerdo imborrable de ese día.

Nos interrogaron durante horas sobre lo que había sucedido. Estábamos en una habitación fría y estéril de la comisaría. Un oficial nos hacía preguntas una y otra vez, pero parecía que no nos creían.

—¿Puedes repetir lo que pasó, hijo?— me dijo el oficial, con una mirada cansada.

—Un grupo de chicos rompió el vidrio del auto— expliqué con mi voz temblando— Uno tenía una pistola. Mi padre... mi padre trató de detenerlos, pero le dispararon. Y luego a mi madre...

El oficial suspiró y se apartó para hablar con otro hombre, dejándonos a Akiteru y a mí solos en la sala. Podía sentir la frustración de mi hermano junto a mí.

—No nos creen— murmuró apretando los puños.

Poco después, cerraron el caso. Dijeron que no había suficientes pruebas para seguir investigando. Nos dejaron con una trabajadora social, una mujer con una expresión seria pero amable.

—Haré lo posible por encontrarles un lugar, pero no puedo prometer que se quedarán juntos.

Akiteru se volvió hacia ella, con determinación en sus ojos— No iré a ningún lado sin mi hermanito.

Finalmente, nos llevaron a una casa de acogida. El lugar era lúgubre y frío. Los padres adoptivos que nos recibieron no parecían muy contentos de tenernos allí. Nos miraban con molestia y desagrado.

—Aquí están sus camas— dijo la mujer señalando dos camitas estrechas en una habitación pequeña.

—Espero que no den problemas— añadió el hombre con voz áspera.

Akiteru me tomó de la mano, dándome un apretón reconfortante. Sabía que estaba tratando de mantenerme tranquilo, pero ambos sentíamos la misma ansiedad. La casa era opresiva, y la frialdad de los adultos hacía que nos sintiéramos aún más solos.

Cada día en esa casa era un desafío. Nos daban tareas pesadas y apenas hablaban con nosotros a menos que fuera para regañarnos. Nos trataban como si fuéramos una carga.

Una noche, mientras intentaba conciliar el sueño en esa cama incómoda, Akiteru se acercó y se sentó a mi lado.

—Kei, no vamos a quedarnos aquí para siempre— susurró— Encontraré una manera de sacarnos de aquí, te lo prometo.

Lo miré, sintiendo una chispa de esperanza en medio de tanta oscuridad. Akiteru siempre había sido mi roca, y en ese momento, su promesa era lo único que me mantenía en pie.

Nos abrazamos en silencio, sabiendo que aunque estuviéramos en un lugar donde no nos querían, al menos nos teníamos el uno al otro. Y eso, por ahora, era suficiente.

Partners in crime (precuela)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora