Parpadeaba, intentando recordar lo que este sitio pudo haber sido tiempo atrás. El mundo había cambiado y nosotros con él. Ya no importaba estar sucia; era irrelevante tener las manos arregladas y delicadas, las habíamos endurecido para defendernos, dejando que callos y costras nos fortalecieran. Aprovechábamos los vestidos para cubrirnos del ardiente sol y envolver heridas. Las armas eran nuestras mayores aliadas; no podías ni mear tranquila sin tener una palmeada en la mano. Aprendimos a vivir con miedo, tanto que se había vuelto un sentimiento habitual. Nos ayudaba a sobrevivir; era lo que hacía que se me erizara el vello de la nuca cuando el enemigo se acercaba.
Dejé las telas que me cubrían en el suelo. Mi piel desnuda estaba manchada de tierra y arena, además de enrojecida por el sol. Subí a lo alto de la torre de hierro. No era realmente una torre, solo un conjunto de metales que se erguían entre sí y que, poniendo los pies en ciertos lugares, podías trepar hasta llegar a una plataforma. Esperé, no sabría decir cuánto tiempo; solo diré que mi boca estaba seca y no podía producir más saliva. No alcé la cabeza hasta que escuché el sonido del motor.
Dos motos, un coche y una furgoneta. Iba a ser mi día de suerte.
—¡Socorro! —grité con todas mis fuerzas —¡Que alguien me ayude!
Las ruedas se detuvieron. Hombres cubiertos por telas mugrientas caminaron hasta situarse al pie de la torre. Sabía que no eran mis gritos lo que los detuvo, sino mi cuerpo. Los llamaría depravados, pero no podía culparlos; todos habíamos perdido una parte de humanidad. Incluso yo había hecho cosas inmorales. Eran cinco. Busqué alguna característica para diferenciarlos, pero salvo por su altura, no podía distinguirlos entre las prendas que llevaban.
—Por favor, sacadme de aquí —Tiré de mi pierna para que vieran el grillete que envolvía mi tobillo, el cual me había puesto yo misma horas antes.
—¿Qué ha ocurrido, señorita? —dijo el más alto de todos, siempre tan caballeroso cuando veían unas tetas.
— Unos hombres me asaltaron, se llevaron todo consigo y me dejaron aquí. —La falta de agua hacía que mi voz sonara más desgarrada
No podía ver sus labios, unos trapos les cubrían la mitad del rostro, pero sus ojos se arrugaban y sabía que estaban sonriendo con malicia.
—Te ayudaremos a bajar.
Así lo hicieron. Dos de ellos subieron y me liberaron con una cizalla. Sus ojos me recorrieron sin remedio, incluso cuando bajé delicadamente por el flaqueo de mis piernas. No me preguntaron nada, ni quién era, ni qué hacía sola. Algo que sí harían si tuviera otra cosa entre las piernas.
—¿Tenéis agua? —Mi voz se quebró.
No se negaron y me ofrecieron de su botella. Bebí ansiosa, mi sed era lo único verdadero.
—¿Hacia dónde vas? —preguntó uno mientras sus compañeros murmuraban tras él.
Tardé en contestar, quería beber hasta saciarme. Mientras tanto, mis ojos exploraban sus vehículos: sacos en la parte trasera del coche, seguramente con armas. Dos bolsas en cada moto y quién sabe qué había en la furgoneta.
—A las pedregadas —mentira, pero era obvio que ellos iban en esa dirección.
—Podemos llevarte —dijo uno sacando una tela para cubrirme. Sonreí ingenua y extendí los brazos para que me la diera. Alzó el brazo como si fuera a lanzármela y se detuvo —con una condición, claro.
Sus ojos bajaron hasta lo más íntimo de mí. Me rodearon dejándome sin salida y murmuraron entre risas. Se acercaron poco a poco. No voy a mentir, sentí miedo; por mucho que hubiera hecho esto cientos de veces, seguía asustándome. Por eso no me costó hacer mi papel, realmente estaba aterrada.
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La presa se vuelve cazadora
Teen FictionUna amenaza desconocida ahora puede caminar bajo el sol. Un grupo de supervivientes conocido como "Las Presas" captura a uno de ellos en uno de sus asaltos. Deciden acabar con él para no correr riesgos, hasta que la más joven interviene, sugiriendo...